Confesiones desde La Laguna

Si la historia de Europa es más larga que la del continente americano es porque sus habitantes adquirieron antes la capacidad técnica para la escritura y por los inviernos fríos, largos y oscuros que los condujeron al recogimiento, la reflexión y el monólogo interior; a la recopilación de cuentos y leyendas que fueron configurando un corpus uniforme que explica todo lo que acontece a su alrededor desde su particular punto de vista.

Es decir, el eurocentrismo no es el fruto de una decisión consciente o una imposición hegemónica voluntaria, sino una simple consecuencia lógica de un pensamiento egocéntrico como cualquier otro, solo que primitivo, original y anterior a todos los demás, lo que le concedió una ventaja inicial que aún los demás pueblos, los perdedores de los conflictos y aquellos otros ágrafos, no han podido recuperar. El ganador, el conquistador, se lo llevó todo de manera natural, no siguiendo ningún plan malévolo: esto supondría sobrevalorar la capacidad de unos hombres que esperaban alcanzar Asia por una ruta más corta y hacer una pequeña fortuna, suficiente al menos para los cuarenta o cincuenta años que vivían por entonces. 

Pienso en esto mientras tomo un café con leche en el Café 7 de San Cristóbal de la Laguna, un café con un patio interior con especies autóctonas dando y recibiendo sombra, también con estudiantes de su afamada universidad teorizando sobre el ateísmo en África con esa bendita contundencia que otorga la juventud y solo en ocasiones te arrebatan el buen juicio y los años. Pienso en esto mientras observo a los dueños, una pareja que respira aliviada tras atender varias comandas, una pareja que se abraza y suspira mientras contemplan en lo que se ha convertido aquel proyecto con el que soñaron una mañana tras hacer el amor, o eso fantaseo.

No me duraría mucho aquella paz temporal, aquella breve tregua del mundo y sus reglas. No tardaría en volver a aprender, y ya son muchas las ocasiones, que hay una amnesia, también natural, que aqueja a quienes ostentan el poder de forma delegada, una amnesia de esta condición vicaria, de la propia concesión de esta facultad y de la finalidad última que deberían perseguir los funcionarios, los políticos o los jueces, cuyo origen divino ya fue desechado hace tiempo con el advenimiento de las ideas ilustradas.

Da igual. De la misma manera que el pensamiento occidental explica el mundo a través de sus categorías, en función de sus propios esquemas y conceptos, los hombres juzgamos desde nuestra condición de sujetos, influenciados por quienes fuimos, quienes somos y aquello que aspiramos a ser. Legislamos con mayor dureza aquellos delitos de los que podríamos ser sujetos pasivos y/o víctimas que aquellos otros en los que podríamos incurrir en un instante de debilidad. Somos más condescendientes, generosos o favorables con quienes representan nuestro ideal heroico. Nos gustan los trajes y los vestidos y detestamos, aunque lo neguemos más de tres veces, la pobreza. Y decimos no darnos cuenta para que nuestro clasismo no sea denunciable. 

Permanecemos al margen de estas pequeñas miserias, las ignoramos deliberadamente para ser felices y poder seguir adelante fabricando sueños, diseñando teorías convincentes y dando sentido a nuestros días. Y lo mejor que podemos hacer los habitantes de América o cualquier otro lugar conquistado, de cualquier aldea ágrafa cuya historia fue escrita por el primer visitante que llegó a ella dotada con un bolígrafo y con un cuaderno; lo mejor que podemos hacer quienes no representamos el ideal de héroe, famoso o exitoso de quienes legislan y aplican las leyes de manera distinta en función del DNI del sujeto pasivo, de quienes deciden el precio de la vivienda o el fuera de juego en el fútbol, es montar nuestro café o nuestra librería. 

Aunque solo sea para que tras varios pedidos eternos de cinco tipos de cócteles distintos, o tras ordenar las novedades editoriales, podamos sentirnos satisfechos y abrazar a nuestra pareja, o a nosotros mismos: procurarnos instantes de alivio, de calma tras la tormenta ajenos al rayo, al trueno y a quienes los dibujan en el cielo para mantenernos asustados y luego fingir que nos salvan, que los necesitamos, que el café no sale del árbol, sino de sus bolsillos generosos que ganan menos de lo que podrían ganar en este contexto de ciudadanos y clientes adormecidos. Y que afirman que el puñal está limpio porque ellos mismos se han ocupado de ello. Se olvidan de que ahora, al menos, lo podemos contar. 

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