Ayer como hoy

La lectura de El cuaderno gris me ha llevado mes y medio. Cuarenta y cinco días en los que mi estado de salud mental ha variado tanto como la meteorología, el olor de la tierra o la componente del viento. No me culpo. Algunos libros, escritos a golpe de impulso, de intermitente efervescencia, merecen una lectura acorde: inconsistente y deslavazada.

Creo que ha sido una suerte hacer coincidir su lectura con el invierno. Ello me ha permitido abordarla a la luz tamizada de las lámparas de los cafés, al abrigo del Garbí o la Tramuntana –aquí, en Salamanca, el Ábrego o el Gallego–, tal y como fue concebida. También en cualquiera de las bibliotecas en las que vengo a hallar cobijo en busca de un reloj parado, esos que a Pla le parecían la mayor incitación posible a la calma. En una de esas salas de lectura en las que tanto tiempo pasaba “empollando” manuales de Derecho el joven ampurdanés. Empollando, claro, siempre que se lo permitían las estimulantes ideas de Montaigne, Joubert o Proust. O las partidas de siete y media. O los peligrosos devaneos eróticos, de los que disfrutó con moderado afán librando, como pudo, gonorreas y sífilis. Y la ingesta de alcohol, por supuesto, al que se acercaba con una ilusión que iba unida a un deseo irrefrenable de vehemencia y de aturdimiento.

Lo he hecho un siglo después. Cien años y unas cuatro generaciones más tarde. Sin un conflicto abierto sobre el que tertuliar desde una posición afrancesada, pero no necesariamente antialemana. Con el nacionalismo catalán, que entonces daba sus primeros pasos de la mano de personajes ilustrados como Cambó o Prat de la Riba, más desbocado y menos leído que nunca. Menos sustentado en raíces ideológicas que entonces. Más peligroso por ello.

Josep Pla creció en un país (cuando habla de país lo hace de Cataluña y en ocasiones de su tierra natal, L´Empordá) poco leído, católico por exceso, educado en la vergüenza y la culpa. En una tierra igualmente pobre, austera, acogedora por sencilla, no porque tuviera nada que ofrecer. En un jardín propicio para la extensión de la anécdota y el chisme, pero desagradecido para la exposición de ideas o el debate matizado, siempre, claro, que no fuera en una de esas peñas, la del Ateneo o la del Café Catalunya, en las que el joven escritor hizo amistades imperecederas a cambio de reservar, con moderada timidez y no siempre justamente valorada inteligencia, su opinión.

Emigrante en la ciudad, arrítmico péndulo sometido tanto a instintos rurales como a tentaciones urbanas. Cual transeúnte impenitente, recalcitrante, eminentemente noctívago, como un bohemio desarreglado siempre expuesto al ridículo de descubrir la mañana. No es necesario haber llevado la vida de Josep Pla para sentir lo que él y suscribir lo que expresa guiado por la melancolía que acompaña a esa juventud que se manifiesta de manera especialmente consciente de sí misma y de su fragilidad, a esa edad que es necesariamente triste porque en ella solo se tiene receptividad para las cosas inconcretas, es decir, para la nada.

Temeroso de la pobreza, incómodo en su autoimpuesto papel de gandul. Miedoso hasta el extremo de la parálisis, alejado de cualquier forma o derivada de la vanidad y el narcisismo, la demostración de que el paso por la tierra de una infinidad de generaciones de payeses oscuros puede dar como resultado la presencia de un hombre que no sirve para nada preciso, sino que sufre todas las penas del mundo cuando tiene que escribir una de estas cosas absurdas llamada gacetilla. Alguien al que le gustaría tener dinero únicamente como sinónimo de libertad, sin otras ambiciones.

Sensible, por igual, al eterno y cíclico mudar de los paisajes de su Palafruguell natal que a la evolución, más sutil, de las costumbres barcelonesas. Amplio conocedor de la condición humana, con la que tanto trató en sus múltiples disfraces –y es que, como él mismo diría, ser pobre tiene pocas ventajas, pero una de ellas, es tener que escuchar a la gente–. “Animal inclinado a deslumbrarse”, en realidad sufrió una peligrosa tendencia a la indiferencia, al endurecimiento del corazón, ese mal que “no es congénito, que se adquiere y que depende de la experiencia de la vida”.

Escritor. Con mayúsculas, aunque ni él mismo lo supiera mientras redactaba este diario y colaboraba con medios aquí y allí, mendigando favores. Escritor, no hay duda, revestido de una mirada única, labrada, siento la perogrullada, a base de mirar. De mirar de manera indisciplinada, alejado de las rigideces que tuvo que abordar en el estudio de la carrera de Derecho, para no decepcionar a sus padres ni abusar de su maltrecha hacienda. Mirada cultivada a base de viajar en tren de Palafruguell a Barcelona, al ritmo al que se desplazaban las máquinas entonces. De leer, aquí y allí, a Baroja, Azorín, Zola, Flaubert,… De escuchar. A D´Ors, Pompeu Fabra, Rahola y otros grandes intelectuales de su tiempo, cuando serlo no era una suerte de infamia, como ahora.

Escritor con dudas, nostálgico de la infancia, avergonzado de sus dejes manieristas, residuos indeseados de su gusto por el novecentismo. Reconocido infeliz, indisciplinado, inseguro, incapaz de orientar su vida hacia los extremos prácticos de la misma. A Pla le duele tener que reconocer que no podrá alimentarse de los sonidos que emite el piano, de los atardeceres encapotados de la villa, de este diario que escribe y sobre el que tantas veces pronuncia sus reservas. Si algún día se publican estas letras, repite en numerosas ocasiones.

Si algún día se publican estas letras, querido Pep, llegarán a las manos adecuadas, a aquellas que sepan tenerlo como lo que es: el retrato de una época, un lienzo expresionista de la Cataluña de hace un siglo y, por encima de todo, el diario de juventud de un ser extremadamente consciente, sensible e inteligente, tres virtudes que devienen peligrosas y autodestructivas cuando tienen que convivir con las conductas socialmente exitosas, generalmente narcisistas, pragmáticas y puerilmente banales.

Y ahora, para que dejéis de abusar de las frases de Paulo Coelho, unas cuantas reflexiones de este fantástico diario.

El que tiene las facciones que puede, no creo que esté obligado a más.

El miedo nace de la injusticia biológica, es decir, de la posible o real conculcación de la noción de justicia que todo organismo, por el hecho de vivir, posee.

¿En qué pensamos? Quizás en nada. El drama es que haya tantas cosas ante las que no se pueda pensar en nada, tantas cosas ante las que el mecanismo mental es estéril.

El drama literario es siempre el mismo: es mucho más difícil describir que opinar. Infinitamente más. En vista de lo cual, todo el mundo opina.

La relación banal es positiva y relajante, contribuye a mantenerse en aquel punto de confusión mental que es indispensable para tener buena salud e ir tirando en la vida.

En este país, lo que endurece más los sentimientos es la educación –o sea, el sentido del ridículo que la educación nos obliga siempre a tener.

Lo que los observadores y naturalistas presentan como móviles de las acciones humanas –el dinero, la sensualidad, el vientre– son las formas externas de una vanidad más profunda: la ilusión de permanecer.

Llevo en la sangre demasiados pocos gérmenes de violencia y dogmatismo para poder ser considerado un pasmarote superior y trascendental.

Delante de los escaparates de los fotógrafos, contemplando las posiciones adoptadas por las personas fotografiadas en estos escaparates, se comprende, quizás, esto: que la felicidad de los que vivimos es rutinaria e inconsciente, pero que en el momento raro, excelso, consciente de la felicidad, es cuando nos hacemos retratar en una fotografía.

Ser rico e independiente es, en todo caso, muy difícil. Para llegar a tener alguna cosa en este mundo se tiene que haber pasado por muchas largas, desagradables dependencias. Pero, en fin, es concebible. Lo que es literalmente inconcebible es ser pobre e independiente.

Uno puedo divagar sobre los orígenes de la moral, quedándose fuera de los negocios. Hacerlo desde dentro es peligroso y arriesgado. Es evidentemente desagradable, pero cuando se está en el baile, hay que bailar.

Cuando los hombres se saben escuchados se vuelven débiles. Estos momentos de debilidad son la única rendija a través de la cual puede desprenderse una gota de generosidad del granito humano.

Cuanto menos dinero se tiene, más deseo suscita la vida. El deseo insatisfecho llega a hacer creer que en la vida humana hay algún misterio, algún tesoro oculto de una mágica fascinación hedonística. El dinero, pues, se debería tener en la época de la juventud, con el objeto, principalmente, de hacer comprender, por saturación, que la vida humana no tiene ningún misterio, que las fascinaciones hedonísticas son monsergas –o aproximadamente.

San Agustín, en la ciudad de Dios, establece una jerarquía del trabajo humano. Arriba de todo pone el trabajo intelectual; después la agricultura, por su relación con la obra de Dios, después la artesanía; en el escalón más bajo, el comercio, por razones que no vale la pena repetir. ¿Hubiera podido imaginar San Agustín que llegase un momento en que el trabajo intelectual se hiciese a precio fijo?

Libertad, nunca hay bastante –dice, o escribe, cierta gente. Es una opinión falsa. Que todo el mundo piense como quiera individualmente. Socialmente hablando, la libertad ha de tener un límite. Dudo que esta libertad de hoy pueda durar. El hablar no tiene freno. Se habla hoy de cualquier cuestión con una absoluta procacidad. No queda nada por vendimiar. Esta segregación verbal es extremadamente divertida. El tono general de las conversaciones es de una fabulosa amenidad. Pere Ynglada, que va y viene entre Barcelona, París y Londres, dice que las conversaciones de Barcelona son únicas en este momento. Ni siquiera la cuestión social es capaz de producir una cierta reflexión –un punto de gravedad indispensable. Hace el efecto de un país de tímidos dominados por la frecuencia de la audacia verbal más libre.

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