Regalo de carnaval

En Madrid no hay espíritu de carnaval. Es normal, en Moscú tampoco celebran el frío. Cuando para salir a la calle cada día es necesario asir una máscara al rostro magullado que dejan las noches de desasosiego, las largas jornadas actuando como miembros inanimados de una inmensa catenaria, nada tiene de especial esta conmemoración del disfraz, este juego de identidades desdobladas que, al menos en la capital, es carne de lunes, de cualquier lunes del año, me refiero.

En el curso de escritura y edición al que asisto puntualmente, siempre que me viene bien, mujeres de más de cincuenta años guglean a última hora, con la desesperación de quien no ha estudiado lo suficiente para un examen, el nombre del conferenciante. Una de ellas tiene excusa para no haber hecho los deberes: su hija, de casi treinta, ha regresado a casa repleta de cajas. “Ha traído hasta las bragas”, comenta en tono jocoso, mientras su compañera da un último repaso a los apuntes. “Si ya le había comprado yo unas último modelo: transpirables y todo”, le faltó decir mientras removía los cabellos en deje claramente setentero.

Qué difícil es atraer la atención de las jóvenes madrileñas. Siempre hay un perro que se cruza por el camino. O un bebé dando sus primeros pasos –o interpretando tal cosa, que ya no me creo nada. O una bella vista del sur de la ciudad, con el Manzanares adquiriendo una entidad simbólica muy superior a la que su cauce y caudal le otorgan. Ahora lo tengo claro, la principal función de las discotecas es dejar apartados todos estos estímulos sensoriales, reducir toda posibilidad de ocio a la ingesta de alcohol, los bailes sensuales y a esos tíos que, en ausencia de mascotas o niños pequeños, hasta pueden dar algo de juego.

En la literatura hay mucho de convención, nos cuenta el autor que viene a enseñarnos a escribir: la puntuación, la existencia de un narrador, la estructura en tres actos, la raya que encabeza los diálogos,… Todo es una convención, pura contingencia que coarta la libertad creadora. Ahora bien, reconoce que él mismo terminó imponiéndole una estructura a su novela, temeroso de que, en el diálogo con el lector, este abandonara la conversación y encendiera la tablet para ver vídeos en YouTube. Entonces, me pregunto, si la literatura tiene que seguir siendo un acto de comunicación, la génesis de una emoción, el escenario donde convergen el pensamiento abstracto del escritor con el devenir cotidiano del lector, honestamente, no sé de qué estaremos escribiendo dentro de un par de lustros, cuando la empatía sea una síntesis química a tomar solo en pequeñas dosis y previa consulta al farmacéutico.

De casualidad me topé con el cine Palafox. No esperaba encontrarlo deambulando por la Calle Luchana, camino de una cita casi improvisada. Supongo que verlo apurando su último aliento fue una especie de homenaje a la sala de toda la vida, a su sabor añejo y al olor a perfume que dejara, hace muchos años, una mujer enamorada de Humphrey Bogart, Paul Newman o Robert Redford. Y es que, por entonces, la ingenuidad alcanzaba tan saludables cuotas, que nadie estaba seguro de que, como sucede en la Rosa Púrpura del Cairo, los actores no fueran a traspasar la pantalla.

En este viaje quería haber disfrutado tranquilamente de la exposición Pessoa/Lisboa en el -1 del Círculo de Bellas Artes; deseo que se me vetara el lunes, por ser lunes, y el martes, por ser martes y, principalmente, temprano –no abrían hasta las once. Sin embargo, perseguí su realización hasta el punto de tener que disfrutarla con el reloj en la mano y llegar, a pesar de todo, apurado a la estación. Pero mereció la pena. Pessoa, mejor que nadie, supo darle, y al mismo tiempo quitarle, sentido a mis visitas periódicas a Madrid, a mis paseos por Lavapiés, Gran Vía o Chamberí, recordándome, desde la estación de Santa Apolonia, que todos los lugares son el mismo lugar y que, en cierta medida, todos estamos condenados a regresar, en tren o tranvía, a la ciudad con ganas de cenar. Que mañana –y cito textualmente las palabras de Bernardo Soares en el libro del Desasosiego– también yo –el alma que siente y piensa, el universo que soy para mí mismo–, mañana, sí, yo también seré el que dejó de pasear por estas calles, aquel a quien otros evocarán con un “¿qué habrá sido de él?” Y todo cuanto hago, todo cuanto siento, todo cuanto vivo, no será más que un transeúnte de menos en la cotidianidad de las calles de una ciudad cualquiera.

Es martes de carnaval. Qué mejor ocasión para deambular por Madrid y recordar a Pessoa con su disfraz de transeúnte.

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