Un milagro

Allí donde la vista se pierde en el horizonte, allí donde los maizales y trigales se alternan con los eriales para acabar tapizando la anodina llanura. En la época en la que el sol brilla cada vez más alto, justo allí se encontraba Jaime, sentado sobre una roca, con la mirada perdida mientras el resto de chicos jugaban al fútbol o al escondite en la finca del señor Ramón.

De Jaime siempre se había dicho que era un chico extraño, ensimismado en sus pensamientos y sin amigos. Sus padres se divorciaron hace años y su madre trabajaba doce horas diarias para poder llevar algo de comida a casa. Algunos se atrevían a pensar que había sido atrapado por la melancolía. Otros, simplemente, que era un chico raro de esos que nacen de vez en cuando con un síndrome de nombre extraño y que no tiene cura. Sería así toda la vida.

Un día, el pequeño Jaime prefirió no ir a la escuela para visitar al señor Ramón, un viudo muy amable que disfrutaba viendo a los chicos jugar dentro de los dominios de su propiedad. Sus hijos vivían muy lejos, pero aun así mostraba un envidiable optimismo a la hora de encarar la inminente llegada de la muerte.

–Pequeño Jaime, ¿por qué no estás en la escuela?

–Porque allí no tienen respuestas a mis preguntas y quería saber si usted, al ser tan mayor, podría resolver las cuestiones que me quitan el sueño. Llevo varias noches sin dormir y me siento muy cansado.

–Creo que no has venido al lugar adecuado. Yo soy un simple labrador que dedicó su vida a las labores del campo para alimentar a su esposa e hijos.

Jaime pareció entender que de nuevo había fracasado en su búsqueda. Por la tarde, su madre, recibió la noticia de que su hijo no había ido a la escuela y, al encontrárselo sentado frente al portal con rostro pensativo, dudó si debía castigarlo sin salir de casa.

–Mamá, me harías muy infeliz si me dejas en la habitación.

–¿Por qué dices eso hijo? ¿Acaso no estás siempre triste? ¿Acaso no prefieres estar solo a ir con los otros niños?

–Tienes razón. Pero desde mi cuarto no se ven las estrellas. Ni el sol. Ni la luna. En mi habitación me siento encerrado y desvalido. No hay pájaros cantando y no se escucha el sonido del río golpeando las peñas.

Finalmente convenció a su madre para que le dejara salir aquella tarde e hizo exactamente el mismo recorrido de cada día. Se sentó en la roca y empezó a observar el paso del tiempo sin parecer inmutarse ante ningún sonido desconocido. No contento con la conversación mantenida durante la mañana, regresó a la casa del señor Ramón, en cuyo jardín ya jugaban muchos de sus compañeros de colegio.

–Señor Ramón, ¿usted sabría decirme por qué los hombres y las mujeres que se aman se separan?

–No, hijo no. Soy un simple labrador y no podré ayudarte con esa pregunta. Como ya te dije en una ocasión, la única misión en mi vida fue sacar el máximo rendimiento de la tierra.

Frustrado e insatisfecho regresó de nuevo a la roca y, aunque el sol apenas ya lucía en poniente, no parecía tener previsto mover un sólo músculo de vuelta a casa. Desde aquella posición, en lo más alto del páramo, podía contemplar, sin obstáculos luminosos ni físicos, la belleza del firmamento, el halo misterioso que envuelve a cada estrella y satélite en órbita. Pronto empezó a sentir hambre, pero no pudo reprimir su intención de regresar a la silla en la que siempre encontraba medio adormilado al señor Ramón para lanzarle una nueva interrogante.

–Señor Ramón, ¿cómo son las estrellas de cerca?

–Me temo Jaime, que esta vez tampoco podré ayudarte. Fui un mero agricultor y cuando miré al cielo solo lo hice para rezar para que no cayera una granizada que estropeara la cosecha. Además, nunca he viajado más allá de aquel sendero.

Jaime, resignado, aceptó que era el momento de regresar a casa. Su madre ya se había acostado, pero le había dejado preparado uno de sus platos favoritos. Por la mejilla del pequeño rodó una lágrima que simbolizaba el grado de amor que sentía por su madre, pero optó por no probar bocado. Tomó una hoja en blanco de su cuaderno de matemáticas y escribió unas pocas palabras. Al finalizar, reposó unos minutos en el sofá y decidió salir de nuevo sin hacer apenas ruido para no alertar a nadie.

Caminaré hasta que me abandonen las fuerzas y, así, nadie más se verá obligado a sufrir por mí, pensaba Jaime mientras avanzaba por el camino de sirga junto al canal. Pasó delante de la casa del señor Ramón y le sorprendió ver encendida la luz del porche. Procuró caminar con tiento no fuera que aquel viejo labrador interrumpiera su paso y quisiera mantener con él una nueva e infructuosa conversación. Pero no lo consiguió.

–Seré viejo y me costará dormir. Pero mis oídos no me fallan. Venga acá pequeño joven y hágame de nuevo esas preguntas que tanto le inquietan.

Pese al fastidio que le originó el tener que interrumpir el cumplimiento de su misión, Jaime se detuvo pensando que, de no hacerlo, el anciano se pondría en contacto con alguien del pueblo y frustraría sus planes.

–Por lo visto ahora puede decirme por qué las personas que se aman dejan de hacerlo, cómo son las estrellas de cerca o por qué nadie es capaz de responder a mis preguntas.

–No hijo, no. Sigo siendo un pobre labrador con cuatro pequeñas tierras para ir viviendo. Desconozco cómo empezó todo, pero sé que es un milagro. Y sé, también, que mientras te preguntabas por el aspecto de las estrellas dejaste de escuchar a un pájaro que pedía auxilio porque no podía echar a volar. Y te puedo afirmar, aunque sea un pobre agricultor, que cuando estabas sentado en la roca mirando al horizonte, la pequeña Celia te miraba a ti enamorada, como está, de un chico especial como tú.

–Esas cosas carecen de relevancia. Qué importa el trayecto si desconocemos su origen y si, por el contrario, tenemos la certeza de cómo será su triste final. Qué sentido tiene la vida si no hacemos más que sufrir para no encontrar respuestas. Levántese y dedique su tiempo, si quiere, a esas pequeñeces. Yo voy a agotar mis energías para que llegue cuanto antes el desenlace.

–Un momento. Escucha. Preguntarse cosas trascendentes está bien, pero quizá si tu vista no estuviera perdida y tus pensamientos no cegaran tus sentidos habrías comprobado que hay motivos para seguir luchando. Si cierras los ojos y prestas atención podrás escuchar un llanto desesperado. Es el de tu madre pidiendo auxilio porque siente perder lo que más quiere.

Jaime reflexionó sobre las palabras que había dejado escritas junto a aquel pastel de carne que tanto le gustaba, y que había decidido no probar por insustancial y secundario. «Mamá, no quiero que sufras más. No quiero que mi soledad y mi silencio te torturen. Es mejor un hasta siempre que mil hasta luego. Adiós mamá. Te quiere: Tu hijo Jaime.»

Su madre, tras comprobar que eran las tres de la madrugada y que Jaime aún no había regresado, se volvió loca. Pensó en llamar a la policía o preguntar a los vecinos. Sabía muy poco de su hijo porque su trabajo le exprimía y muchas veces no coincidían ni siquiera para almorzar. Sin embargo, recordó que uno de los profesores le había comentado que Jaime pasaba horas y horas en torno a una pequeña roca en lo alto del páramo; meditabundo y ausente.

Y allí se dirigió. Y allí la estaba esperando el pequeño. Ambos se fundieron en un abrazo con la luna llena como testigo. Entre trigales, maizales y campos en barbecho. Entre la tierra y el cielo. Con las estrellas parpadeando en lo alto. Sin las respuestas buscadas, pero con el amor de una madre y un hijo como única explicación para eso que llamamos el sentido de la vida.

Con los sabios consejos de Ramón, Jaime se hizo campesino y, con los pequeños frutos que ofrecía la tierra y el cobro de alguna modesta subvención, evitó que su madre empleara tantas horas fuera del hogar. Años más tarde contrajo matrimonio con Celia, aquella chica que se pasaba los días enteros detrás de un árbol, observando y comprendiendo lo especial que era ese pequeño y melancólico ser.

De vez en cuando, en sus tierras, recibía visitas de niños del colegio que le preguntaban por el nacimiento de las plantas. Entonces él respondía con el viejo Ramón, ya muerto, en el pensamiento y con su madre en el corazón:

–Lo único que te puede decir un humilde labrador como yo es que la vida es un milagro. Un milagro, sí.

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