En defensa de lo viejo

Dicen que uno de los grandes temores del escritor es el de estar escribiendo siempre la misma novela. Apuntan, además, los que saben, que para terminar con los efectos de este miedo paralizante no es suficiente con alterar las atmósferas, las características físicas de los personajes o sus nombres, el conflicto o la trama. No si siempre afloran de la mente del autor los mismos temas y obsesiones, el mismo optimismo naïf o ese poso de melancolía que impregna todos sus textos por analogía con su visión de la vida. Dicen que no hay epifanía más trágica para el literato que la de esas palabras que, al redactarse, se saben discurso repetido, gastado. Ellas, que representan la muerte de la originalidad creativa, son, al mismo tiempo, la génesis de las dudas y la desesperanza.

Es curioso: en un mundo marcado por la mercantilización de la nostalgia, la puesta en valor de la costumbre como rasgo identitario y la aspiración cuasi carnavalesca de imitar lo que otros ya hicieron, el discurso literario se angustia cuando se recuerda, aunque sea vagamente, a sí mismo. Se angustia y se suicida, extinguiéndose o –peor aún– aceptando las reglas que demanda el mercado, volviéndose artificialmente nuevo.

Contra el exceso de creatividad, contra la originalidad exultante, defiendo el libro del que –leídas tres líneas al azar– reconozco el fluir de la prosa de una firma concreta; la película cuyos planos solo pueden pertenecer a una misma mente genial; la pintura cuyos trazos obedecen necesariamente a unas manos. Como el fuego o el aroma, me gusta el texto que resulta familiar, que me permite alcanzar, a través de su significado, la piel sudorosa de las frentes que lo urdieron, el corazón palpitante y agotado de ese tipo, el creador, que, si despierta envidias y atrae celos, es porque se ignora el desorden de su escritorio, la anárquica acumulación de traumas y manías.

Dada la imposibilidad de amanecer cada mañana en unas coordenadas distintas, en otro tiempo o hablando un nuevo idioma, se vuelve saludable, incluso, reivindicar ese pensamiento que Proust resumía en ver lo mismo con otros ojos o, de otra forma que hoy no pasaría la censura neofranquista: dejemos las mujeres bonitas a los hombres sin imaginación. De esa manera intento aproximarme al abuelo que siempre, a la misma hora y en el mismo baldosín, se detiene a recordar su particular hazaña a un nieto que no ha adquirido aún la inteligencia social de Sancho para evitar lamentarse por ello, aunque llegue tarde al colegio. Con ojos nuevos procuro dirigir la atención al guía turístico que recita de memoria una vieja historia basada, si acaso, en hechos reales, a viajeros de rasgos semejantes pero siempre distintos. También al funcionario que se sirve de manidos clichés para desatender al ciudadano de a pie. Y al conductor de autobús que no cesa de recorrer la misma línea y de cruzarse cada día con los mismos tres o cuatro “hijos de puta” saliendo apresuradamente de una intersección.

Con el mejor de los espíritus “hojeo” cada mañana la prensa digital comprendiendo por qué las noticias que más se leen hablan de sexo, dietas o costumbres cotidianas. Con ingenuidad infantil pido el mismo tipo de café en la misma barra y procedo a sentarme en el mismo ángulo del salón de siempre. Y todo, absolutamente todo, me parece diferente, bello a su particular y repetida manera. Como me sucede cada vez que me siento a escribir letras como estas, aunque su proceso corra el riesgo de devenir un ritual. Un idéntico pero siempre nuevo ritual que da como resultado textos que, inevitablemente, ya no lucho contra ello, se parecen.

Deja un comentario