La última carta

Una carta tuvo la culpa. Sí, una carta, ese objeto inanimado condenado a extinguirse y a formar parte de museos personales y archivos históricos; incapaz de hacerse hueco en un presente que demanda inmediatez. Una carta, sí, escrita con pluma, con una minuciosa grafía y con todos sus elementos: su encabezado, su saludo, su cuerpo, su despedida y su firma. Bueno, con todos no, pues no acompañaba fecha. Tal vez fuera lo de menos. Querida Ana, empezaba.

Ana y Carlos se enamoraron una noche de septiembre, bajo la bruma que provocaba el contacto de una atmósfera más bien fresca con el recalentado mar de finales de verano. Ambos engañaron a sus familias para poder verse a solas en el paseo marítimo entre mascotas, parejas y seres errabundos de cuya presencia no fueron conscientes. Se descalzaron y bajaron corriendo a la playa tropezando con montañas y hoyos excavados en la arena. Y como el cielo se les mostraba de un tono gris, opaco, tuvieron que imaginar las estrellas señalando con el dedo, al azar, sus favoritas. Y como ya hacía frío, y no tenían con qué cubrirse, se taparon el uno al otro a través de un abrazo que, aquella noche, pensaron, les estaba uniendo de por vida.

El día siguiente, Ana partió rumbo a su casa en Zaragoza. Carlos no quiso bajar a despedirse, pues tenía miedo de su padre. Tras una cortina descorrida, observó la escena mientras manipulaba, como si fuera una moneda de oro, el trocito de papel en el que ella había dejado escritas sus señas. Concertaron de manera tácita que él habría de ser el primero en poner negro sobre blanco sus sentimientos, pero también en citar aspectos rutinarios y banales de su vida cotidiana, pues de ellos se alimenta también el amor. A él le tocaba marcar el tono de aquel intercambio epistolar y definir cómo sería su relación a partir de entonces.

Nervioso, en la víspera del primer día de instituto, Carlos se detuvo a observar la pluma que le había regalado su abuelo antes de empezar a redactar la carta que tantas veces había imaginado. Aquella pluma representaba un traspaso de poderes pues su abuelo, escritor, lo consideraba su legítimo heredero. Su nieto, desde bien pequeño, jugueteaba con las palabras, construía con ellas frases ingeniosas, las tejía y destejía con un gusto exquisito e impropio de su edad. De chico era feliz narrando las partidas de canicas de sus amigos o contándole a su madre su personal interpretación del último tebeo que había llegado a sus manos. No necesitaba más.

Ana preguntó durante días si había alguna carta para ella. Su madre quiso saber quién habría de ser el remitente, pero ella, aunque sonrojada, evitaba dar una respuesta. Uno de esos días, a la hora de comer, impacientando a su padre al no acudir presta a la mesa, Ana se tumbó en la cama y abrió con avidez el sobre enviado por Carlos donde se incluía, en el remite, la dirección a la que empezaría a destinar sus cartas a partir de aquella tarde. No esperaría más.

Todas las cartas de él incluían una frase encabezada con la fórmula “si tuvieras que elegir solo uno de entre…” Así fueron conociendo los diferentes gustos del otro: sus películas favoritas –que al inicio eran los últimos estrenos de animación y concluyeron siendo clásicos en blanco y negro–, sus canciones, sus colores, sus árboles, sus animales. Cada cual trataba de hacerse con el libro o disco que tanto le había gustado al otro y después debatían sobre él, lo que hacía que las cartas volaran a través de los trenes y los furgones de Correos con una frecuencia cada vez más acelerada. Y si a Carlos le apetecía saber más sobre las aficiones de su chica, Ana replicaba queriendo indagar acerca de los miedos de su “partenaire”. Así supo que Carlos aborrecía los espacios cerrados y las aglomeraciones. Así le confesó, ella a él, años más tarde, que su padre la había violado siendo muy niña, y que no sabía si se atrevería a acostarse con un hombre después de aquello, pues le daba pánico anticiparse mentalmente a la situación. “Ni siquiera contigo”.

Carlos lo entendió, como también entendió, por esas mismas fechas, la muerte de su propio padre como un fenómeno biológico consustancial al ser humano. Lo controvertido de la figura paterna les aproximó aún más. Su correspondencia, en su último año de instituto, adquirió un cariz cada vez más filosófico. Durante meses estuvieron tratando de responderse a esta pregunta: ¿Qué es mejor, un padre muerto o un padre vivo al que te gustaría ver muerto?

Finalizado con éxito su periplo por la enseñanza media, Carlos y Ana estaban a punto de ver cumplido su proyecto de vida a corto plazo: estudiar en la misma universidad y compartir piso. Una locura, tal vez, como le advertían a él sus amigos, esos que cada fin de semana alternaban con una chica distinta y se proclamaban felices practicantes del “carpe diem” horaciano. A ella, en cambio, sus amigas la animaban a ser valiente, a forzar un encuentro físico y material con Carlos para descubrir, así, cuán fuerte era el amor que los unía.

La cita finalmente se dio. Fue en la estación de Atocha, durante el mes de julio. Carlos aguardaba sentado en el andén a que el tren de Zaragoza hiciera su llegada. Aquel media distancia –aún no había AVE– habría de aproximarle a Ana, la chica de las cartas que había suplantado a Ana, la chica de las vacaciones del 97; la del primer beso, la de la primera caricia furtiva, la de la primera y amarga despedida.

Carlos y Ana cruzaron dos besos en la mejilla como saludo. Desconocían el protocolo que habían de seguir a pesar de haberse proclamado novios en las cartas. No sabían si debían agarrarse la mano, si él debía envolverla con el brazo o tomarla por la cintura, o si ella debía dejarse. Pasearon Madrid como dos turistas, con el cuello inclinado siempre hacia arriba, sin temor a tropezar, y con una sonrisa mezcla de nervios y curiosidad dibujada en sus rostros. Toda vez llegaron al hotel, donde se alojarían temporalmente hasta el hallazgo de un piso que los satisficiera, vaciaron sus mochilas dejando caer sobre el colchón aún desnudo el fajo de cartas que cada uno había recibido en los cinco años que habían pasado desde que se conocieron. Y así pasaron la tarde, y también la noche –pues había palabras de sobra–, leyendo la correspondencia como si fueran dos funcionarios; comentando los entresijos que envolvieron la redacción de cada una de esas cartas y tratando de recordar por qué escribieron aquello que ahora tanto les avergonzaba, o aquel otro pasaje que ya no parecía tener sentido. Rieron hasta caer extenuados cuando la primera luz del alba se colaba ya por los agujeros de la persiana.

Descansaron plácidamente. Su mente, la de ambos, estimulada por tantos recuerdos y vivencias en forma de escritos, había dibujado sueños perfectos en el subconsciente. Sueños que pronto olvidarían en medio de la espesura de aquel despertar que les llegó a ambos a la misma hora, a eso de la una del mediodía, tal vez por causa del calor. Fue entonces cuando se percataron de lo extraños que eran el uno para el otro. “¿Y ahora qué?” se preguntaron sin necesidad de abrir la boca o de mover los labios. Ana se disculpó tras rechazar una caricia en el pelo, a lo que Carlos respondió, como siempre, restándole importancia. “Ya habrá tiempo”.

No mucho más, en realidad, pues Ana regresó de lo que dijo sería un breve paseo para airearse, con un billete de tren en la mano. “Lo siento, me tengo que ir, mi padre está grave, le ha dado un infarto”. Carlos la acompañó mostrando una urgencia que, curiosamente, ella no enseñaba. Llamaron a un taxi y a las cuatro de la tarde Carlos se estaba despidiendo de Ana desde el andén donde veinticuatro horas antes la había estado esperando, impaciente por pasar con ella toda la vida.

Carlos dio por hecho que aquella despedida sería la definitiva. Durante meses, el último mensaje de móvil que recibió de ella fue aquel en el que le confirmaba su llegada a Zaragoza y en el que le rogaba que no se preocupara, que todo estaría bien. No hubo respuesta a sus llamadas y, ante el silencio, ni siquiera se le ocurrió escribir una carta. Y es que la Ana que se fue no se parecía en nada ni a la chica de la playa, ni a la mujer que había ido conociendo a través de su prosa. Ahora no era más que una fugitiva huyendo de su miedo irracional al contacto sexual. Le pareció extraño que utilizara a su padre como excusa, al ser abominable que se había interpuesto entre ambos, bien solo por su acción pasada, bien, tal vez, por el dominio psicológico que aún ejercía sobre ella. Pero lo entendió. Y regresó al hotel. Y llamó a sus amigos. Y salió de fiesta. Y conoció a Luisa.

Luisa representaba un tipo de mujer que Carlos desconocía. No solo desde un punto de vista físico –sus ojos negros contrastaban con los azul turquesa de Ana tanto como su sinuoso contorno lo hacía con la silueta más andrógina de la zaragozana–, sino también mental. Luisa actuaba por impulsos; tan pronto trepaba a un árbol como cantaba un rock and roll en el borde de una fuente pública. Su hiperactividad le impedía hacer cola en los cines sin incordiar a los presentes con alguna broma y, por supuesto, se desesperaba cuando Carlos le pedía paciencia para terminar de escribir uno de los poemas que luego le recitaría. Reía a carcajadas, bailaba descoordinada, chillaba cuando creía estar simplemente susurrando. Y se entregaba al placer, lo que para Carlos supuso un repentino despertar a los gozos de la vida adulta.

Pero a Luisa no le gustaba Casablanca. Ni ninguna otra película que no fuera explícita en su planteamiento y particularmente visual. Ni hablar después de hacer el amor, ni madrugar para ver amanecer. Ni bailar despacio, acogiendo en su cintura la mano indiscreta del acompañante. Ni prácticamente ninguna otra de las aficiones que Ana había compartido con él a través de sus cartas durante más de cinco años. Aun así, Carlos aguantó; la pasión de Luisa, y no solo su fogosidad en el catre, sino también su capacidad para improvisar y afrontar los contratiempos de la vida, le mantuvieron enamorado un tiempo.

Una mañana fresca de abril, con el aire colándose por el resquicio de las ventanas, Carlos decidió conectar su portátil y teclear el nombre de Ana seguido de sus dos apellidos. Rápidamente, el buscador le devolvió una respuesta de múltiples entradas. Así supo que ella, tal y como siempre había deseado, estaba estudiando Comunicación Audiovisual en Barcelona. También que daba clases particulares de Inglés y Lengua Castellana para estudiantes de secundaria y bachillerato. Y que estaba enamorada, o al menos eso proclamaba su estado de Messenger, esas pocas palabras con las que cada cual resumía, en aquel entonces, el aspecto más importante de su existencia. Le sorprendió, finalmente, cuando estaba a punto de dar por buena la búsqueda, que una de las páginas le remitiera a un enlace. Pulsó y quedó estupefacto.

“Fuera de servicio”, indicaba el rótulo sobreimpreso que ni siquiera intentaba ocultar la foto que, en segundo plano, enseñaba a Ana como él nunca antes la había visto. Mostrando unos pechos no muy grandes pero sugerentes en los que se fijó de un rápido vistazo para luego retirar su mirada, avergonzado. Con su pubis apenas cubierto por una breve pieza de tela negra de encaje e indicando con su dedo índice el camino hacia su vagina, así anunciaba Ana su espectáculo erótico diario. De ocho de la tarde a dos de la madrugada. Con la posibilidad de concertar citas particulares.

Ignorando las insistentes llamadas de Luisa y olvidando una reunión para realizar un trabajo de clase, Carlos conectó su ordenador a las ocho, se dio de alta en el servicio empleando un pseudónimo, escribió su número de tarjeta, aceptó que se le cargara el precio indicado en la misma y se puso cómodo para asistir al show de Ana, “la leona maña”, como se hacía llamar. Renunció a la posibilidad que se le ofrecía de poder ser visto a través de la webcam y continuó adelante. Mientras esperaba paciente a que la velocidad de su conexión le permitiera ver las primeras imágenes, se sirvió una cerveza fría en un vaso de tubo.

Pronto se mezclaron los deseos de aniquilar a los participantes del chat –que instaban, ejerciendo su derecho como clientes, a que Ana cumpliera sus libidinosas propuestas– con una incontrolable y notoria excitación. Numerosas veces jugueteó con el botón de su pantalón deseando liberarlo. Tantas como se castigó por ello golpeando con firmeza su mano derecha con la zurda. Pensar que aquel show podría haber sido un acto exclusivo con él como único espectador le puso muy triste; ver a Ana de aquella manera le hizo caer desvanecido sobre la cama y percatarse, por primera vez en muchos meses, del plomo que envolvía cada una de sus articulaciones. Se sentía pesado, infeliz, extrañamente solo a pesar de que Luisa no tardaría en aparecer por la puerta.

A través de un par de mensajes cortos de móvil y con la excusa de que quería enviarle unos discos que le pertenecían, consiguió de Ana una dirección de correo a la que remitir la carta que llevaba días escribiendo en su mente. Querida Ana, empezaba.

Te echo de menos. Sí, tanto como los primeros días después de nuestra despedida en aquella playa que aún sigo visitando en sueños. Y más, incluso, de lo que lo hice tras dejarte huir en aquel tren. Entonces trataba de entenderlo todo. No quería meterte prisa y que te pudieras sentir incómoda. Pero aún así quise localizarte, debiste de ver las llamadas, y aunque otra chica llegó a mi vida tú seguiste presente como lo estás en cada uno de mis versos pues ellos son yo y yo, aunque quise negarlo entonces, yo soy tú.

Perdona. No quería ponerme trascendente, pero lo necesitaba. Cambiando de tema, he de confesarte que estoy al corriente de tu espectáculo erótico. Llegué a él por una mezcla de casualidad y deseo de saber de ti. Nunca hubiera imaginado que te atreverías a hacer algo así y por eso me encuentro preocupado. Si estuvieras mal de dinero, te ruego que me lo digas. He conseguido publicar un libro de poemas que se ha vendido bastante bien y colaboro semanalmente con dos periódicos bastante influyentes. En fin, me encantaría ayudarte si este es el motivo.

Si fuera otro, adelante. Es tan digno vender un pensamiento como mostrar de forma sugerente un bello cuerpo, y el tuyo desde luego lo es. Quiero que sepas que, si aún deseas permanecer sin verme, seguiré conectándome a diario al chat. En silencio, abochornado, incluso, por la bajeza de alguna de las peticiones que recibes, pero feliz de poder disfrutarte como un día pensé que podría hacer en exclusiva.

Y, si por alguna oculta razón aún desearas verme, estaré encantado de tomar un tren y visitarte en Barcelona. Prometo ser un turista dócil y atender obedientemente a mi guía. Aunque bueno, valora, por favor, esta petición. Me gustaría que al menos un día fuéramos a la playa una vez caída la tarde y que esta vez el cielo se nos mostrara diáfano y en todo su esplendor para poder comprobar, después de tantos años, hacia dónde apuntaban nuestros dedos aquella noche de septiembre que definirá para siempre mi vida y, así lo espero, también la tuya.

Te extraña y te quiere,

Carlos

¿Otra vez ese maldito estúpido? ¿Pero quién se ha creído que es para escribirte? –Ismael le arrancó de manera violenta la carta de las manos. Echó un rápido vistazo y la hizo añicos en dos rápidos movimientos. ¿Sigues pensando en él? Dime, puta, ¿sigues pensando en ese niñato? Deseas verlo y que te la meta un poquito, ¿verdad?

Déjame, monstruo.

Ana intentó con todas sus fuerzas zafarse de las poderosas manos de su padre, que rodeaban con firmeza su cuello. Mientras, en ese justo momento, Carlos esperaba paciente a que el show de Ana diera comienzo.

Y no reparó en el retraso hasta que fueron más de las nueve y media. Y no se preocupó hasta que pasaron tres días y el espectáculo seguía suspendido. Y ni siquiera adivinó lo que podía estar ocurriendo hasta que a su vigésima llamada al número de Ana, cuando iba a expirar el último tono, una voz muy grave le dijo en tono cortante y sin esperar contestación: “Tu carta tuvo la culpa, hijo de puta. Ahora puedes ir a buscarla al cementerio y mirar juntos las estrellas si te apetece”.

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