¿Qué fue de Jude Bannecroft? (III)

*Esta es la tercera parte de un relato más largo. Ponte al día leyendo ¿Qué fue de Jude Bannecroft? (I) y ¿Qué fue de Jude Bannecroft? (II)

Su franco nombre, aquel que hubiera deseado no volver a escuchar, le retrotrajo a su infancia en l´Auvergne, a aquellos tórridos veranos inmerso en la lectura de alguna obra de Moliére o de Zola. Sólo su estancia en París, para estudiar, le hizo desviar sus miras más allá de los puys y del Alto Loira, descubrir a Byron y Wilde, amar lo británico. Conocía el idioma gracias al origen irlandés de su padre, pero sólo aquellas charlas en el Barrio Latino, con sus contemporáneos, le hicieron ver lo patológico de su chauvinismo.

Como hicieron muchos ilustrados franceses durante el siglo XVIII, Benoit también emprendió viaje hacia la paradójica –parlamentaria aunque monárquica– Gran Bretaña. Empezó a trabajar en un diario local de Milton Keynes, una de esas ciudades planificadas y construidas después de la Segunda Guerra Mundial en el entorno de la capital. Fue expulsado del periódico toda vez que, encargado una noche del cierre, decidió colocar en primera página un artículo escrito por él mismo criticando el exceso de celo con que se trataba la cuestión de la seguridad en todo el país y especialmente en Londres. «Mientras la esfera privada ha quedado reducida al tamaño de una canica, el gran ojo que todo lo ve crece a la velocidad con que se desata la furia de un tornado. No somos de nadie, no tenemos nada y, aun así, lo quieren controlar todo». A pesar de que fueron necesarias nuevas ediciones del ejemplar para cubrir toda la expectación que se había generado, al día siguiente se encontró con una carta de despido en su antigua mesa de trabajo. Por políticamente incorrecto y no limitarse a ser periodista.

Cuando cerraba el maletero de su humilde utilitario creyendo, entonces, que su única oportunidad pasaba por regresar a Francia y acceder a escribir para alguna revista sensacionalista, apareció una joven doncella que se dirigía hacia él con gesto risueño. Rostro pleno de armonía, vestido de tela muy fina, casi transparente. Piel morena bronceada en Southport, en las costas del Mar de Irlanda. Movimientos ligeros, pecho generoso. Cadera escueta. Una deidad fuera de lugar, lejos, muy lejos, de su trono junto a Afrodita o Atenea. Debía de ser una broma que estuviera avanzando hacia su presencia. Qué podría aportarle él, mediocre redactor de diarios de dudosa calidad, a aquella divinidad hecha carne.

–Leí su artículo señor Orwell. Bueno, en realidad no pude evitar leerlo varias veces. Una perfecta esquela para la muerte del «yo». Es usted uno de esos románticos del XIX tratando de excavar en lo más hondo para recuperar el valor del individuo de entre una sociedad y una clase dirigente que nos oprimen hasta convertirnos en escleróticas piezas destinadas a formar parte de una cadena de montaje.

Benoit se quedó sin habla. Su vulgar artículo no era digno de tan bella reseña, no era merecedor de aquellas palabras que, acompasadas, simbolizaban con la precisión de un arquero, su particular forma de entender la muerte del individuo, la cesión de sus derechos en un vano intento por preservar su seguridad y evitar que entre en juego la venganza privada. Como si el estado pudiera llegar a tiempo para detener un atentado terrorista o un vil asesinato a sangre fría. A la vez que nuestra libertad se reduce, nuestra seguridad sigue en manos de nuestros enemigos. Igual que siempre, pero con cámaras.

Y amaneció. Pronto el sol se encaramó sobre las discutidas muestras de arte urbano que guarecen los muros de East London. Prepara café mientras el agua caliente va cubriendo la bañera. Con una taza en la mano, de la que emana un fuerte aroma, se interna dentro de la nube de vapor en que se ha convertido el cuarto de baño. Allí piensa. Llevaba un día inmerso en esta nueva aventura y, sin embargo, ya deseaba abandonarla. Qué dolor tan agudo le había generado la inesperada visita de aquella dama, tan encantadora como impenetrable, viva imagen, pensaba, de la Vivien Leigh más impactante. Y qué cruel pesadilla el haber revivido aquel encuentro con Geraldine a la salida del periódico. En realidad, dudaba a la hora de calificarlo. El momento, en el día y en la fecha en que se produjo, fue grato. Fueron las circunstancias los que lo tornaron de un color muy oscuro.

No tiene intención de atusarse demasiado. Desea estar cómodo y se viste con unos tejanos de un color azul desgastado y una camiseta negra de nailon que se ajusta a la perfección a su trabajado cuerpo. Ni siquiera comprueba ante el espejo el estado de su cabello, que cubre, levemente, su oreja derecha. No queda nada del semblante burgués que ofrecía el día anterior. Sube la persiana. La niebla oculta la visión de los inmuebles vecinos. Llaman. Se hace de rogar.

No era Vivien o, bueno, como se llamase. Le encaraba un joven de unos veinticinco años, alto y desgarbado, rubio de piel casi albina. «Cuénteme».

Sólo otro retrato fiel de la sociedad occidental del siglo XXI, un licenciado en economía a la espera de ofertas de trabajo estudiando alemán por si resucita el Führer y nos pone a todos firmes. Tras su frustrada experiencia laboral le habló de su, aún más tétrica, vida sexual. «De profesión onanista» se autodefinía haciendo gala de un humor valleinclanesco. Demasiado real. No daría para más de dos páginas. No es lo que ella quería. Nuevo vistazo al retrato. Sensación de abandono.

No se muestra huraño ni desagradable, como hiciera con la divorciada Pillmington o con el incomprendido Blake. Tampoco escucha, pero su expresión es amable. Se sabe controlado y desnudo ante la mirada de Vivien. O como diablos se llame. Maldita hembra de gloriosos senos. ¿Qué clase de asuntos la habrían traído a este pedestre cobijo?

Durante las siguientes cuatro horas, las manecillas de su reloj de péndulo le parecieron girar lentamente. Tras terminar de comer, se halla incapaz de recitar los nombres de los desvalidos espíritus que le habían visitado durante la mañana. Abre un nuevo documento de texto. Comienza a escribir. Se inventa los apelativos.

Karen. Entre cuarenta y cinco y cincuenta años. Ya no ovula, pero aun así se aferra al poder de la ciencia para tener un nieto. Perdón, un hijo. ¿Sus motivos? Egoísmo y soledad.

Abdul Rahim, antes George Neal. Musulmán converso. Integrista desde que experimentó la intolerancia religiosa en sus carnes. El muñón de su brazo derecho así lo atestigua. Capaz de inmolarse en cualquier momento. Le pido que lejos de mi casa y, a poder ser, en verano. Cuando regreso a Francia.

Sarah Parker. Soltera para siempre. Según ella. Atractiva, pero insegura. Admite tener un horrible defecto. Le indico que me lo muestre para juzgar si es realmente tan pavoroso. Desabrocha su camisa y se deshace de los tirantes del sujetador. Pezones invertidos. Le muestro mi erección por debajo del pantalón y con ello le demuestro que no dejará de gustar a ningún hombre por ello. Me lo agradece y me besa en la boca. Me quedo con ganas de más, pero, cuando abro los ojos, ya ha desaparecido de la sala.

Charles Ripple. Dieciséis años. ¿Por qué diantres no está en la escuela? Está enamorado de su profesor de música y teme no poder reprimirse durante la clase de solfeo. Dice no ser gay y afirma que su obsesión es algo puntual. Sin embargo, no deja de observarme repetidamente con ademán nervioso. Le recomiendo que pasee la pluma con toda la naturalidad que esta hipócrita sociedad le permita y que recapacite cuando unos neonazis lo amenacen de muerte. La libertad sexual está bien, pero tampoco hay que hacer gala de ella innecesariamente. Cierra el programa y apaga el ordenador.

Solteronas, fanáticos, acomplejadas y acomplejados, perfiles demasiado usuales, comunes e insulsos. Buenos para el cine o el teatro, quizá. Insuficientes para la novela de su vida, la de él, la de ella. Toma el retrato que adorna el escritorio. Lo abraza. Se sume en el sopor del otoño gris, del Londres que un día ella y él pasearon entre las hojas marchitas de los robles.

Pronto la química entre ellos empezó a funcionar. No deshizo las maletas. Simplemente cambió de destino. Geraldine le convenció para que se convirtiera en articulista, no de un periódico concreto, sino colaborador puntual de diferentes medios. «Tu talento merece ser leído por todos. Por gentes de izquierdas y de derechas, por amantes del swing o del rock and roll, por jóvenes y ancianos». No le convencieron sus palabras. Fue más bien aquel beso en los Jardines de Kensington bajo las ramas de un sauce, aquella declaración de ciego y loco amor entre una aristócrata británica y un humilde creador francés, la que le hizo entrar en razón. Todo sin el conocimiento de los padres de ella, monárquicos y conservadores, dueños de una inmensa fortuna heredada que mantenían gracias a la especulación y la revalorización de los numerosos inmuebles bajo su propiedad.

Benoit poseía un gran talento a la hora de conformar imponentes melodías con las palabras. Sin embargo, la pesadumbre le acorralaba, a menudo, ante la inquisidora presencia del folio en blanco. Geraldine, por su parte, era impulsiva y ardiente, capaz de imaginar miles de escenas para olvidarlas a los pocos minutos. Él, el método y la composición; ella, el fervor y la creatividad. Juntos, una firma imparable que empezó a hacerse un hueco entre los articulistas más destacados de la isla. Sus relatos podían leerse en diferentes periódicos y revistas y escucharse a través de la radio o por Internet. Podían versar de política, de música, de cine, de enredo, de amor, de guerra, de celos, de intrigas,…

Cada noche hacían el amor en un lugar diferente. No sólo en la casa, también en parques y portales, o junto al Támesis. Todo por petición suya, de Geraldine, astuta escapista enemiga de la rutina. Tras los encuentros le llegaba la inspiración. Escribía unas cuantas palabras clave o, incluso, la reseña del artículo antes de que fuera compuesto. Entonces, a la mañana del día siguiente, Benoit ya habría redactado un nuevo cuento para enviar al periódico que más les ofreciera. Y más no significaba siempre dinero, sino sobre todo ubicación. Siempre amaron aparecer en contraportada, ser la última palabra leída e inventariada por el agudo lector de café, o por el más reflexivo jubilado de biblioteca.

Las cartas se empezaron a acumular en el buzón. Preferían el viejo método postal al más nuevo de los correos electrónicos y las redes sociales. Les encantaba invertir un par de horas cada mañana en su lectura. Las había críticas, es verdad, pero la mayor parte de ellas eran de admiradores que manifestaban su fascinación por la prosa comprometida y directa de sus columnas.

Geraldine aprovechaba cualquier muestra de debilidad de Benoit para insinuarle, con la picardía propia de sus veinte años, lo increíble que sería poder ayudarle a escribir una novela. Él, más prosaico, siempre aludía a sus necesidades económicas como excusa. No quería que ella les pidiera dinero a sus padres y, por otra parte, centrarse en una novela implicaría tener que dejar de dedicar tiempo a la redacción diaria de relatos y artículos periodísticos, su única fuente de ingresos.

Una gris tarde de otoño, entre los rostros resignados a causa de la premura con que el otoño pretendía dar carpetazo al verano, la pareja franco-británica bailaba un tango en el centro de Picadilly Circus como si nada pudiera distraerles.

–¿Escuchas su voz Benoit? Es Gardel. «El día que me quieras» –pronunció cómo pudo en un español muy forzado. El día que me quieras escribirás esa novela que leeré cada noche a nuestros hijos para mantener abiertos sus ojos por la emoción de saber que su padre ha cumplido su sueño de ser un escritor con mayúsculas.

–Geraldine. No me hagas esto. No permitiré que tengas que pedir dinero a tus padres, que les tengas que dar explicaciones acerca del inútil novio francés con el que te acuestas clandestinamente. Escribiré esa novela, pero solo cuando tenga suficientes libras ahorradas para que nuestros hijos puedan dormir sabiendo que su padre no es sólo un idealista sin talento, sino también un honrado trabajador.

–Tu realismo me hiere. Pasa ante ti tu gran oportunidad y la tratas como si solo fuera una vulgar oferta para convertirte en peón de obra. Se trata de nuestro legado, de que el fuego que avivamos cada noche pueda ser divisado desde lugares remotos y por generaciones venideras.

Se recostó sobre los brazos de él para dar por finalizado el baile. Se secó una lágrima con el dorso de su mano y salió corriendo. La dejó escapar. Aquella escena le sonaba. «Paranoica».

Continuará…

Deja un comentario