Déjame que te mienta

Camino asombrado ante la cantidad de discursos que se emiten a diario sin la menor conciencia de sí mismos. Me mezclo entre la masa tratando de pasar desapercibido, procurando no alterar la naturalidad con la que las fuentes se dirigen a sus interlocutores, sean estos uno o cien mil. Escuchándolos, me da la sensación de que para la inmensa mayoría de mis congéneres, hablar supone el mismo acto instintivo y animal que prensar, respirar o retirar la mano del fuego que arde y nos quema.

La facultad de comunicación no es exclusiva del ser humano. La comparte con plantas –cuyos colores y aromas inhiben de su ingesta o alertan de los peligros de sus suculentos frutos– y animales, aunque sus fines sean exclusivamente territoriales, reproductivos o de supervivencia. Sin embargo, ni plantas ni animales tienen la capacidad de contarse a sí mismos. Solo los seres humanos han desarrollado un “yo narrador” para explicarse dentro de este universo de convenciones que, cuanto más rechazamos conscientemente, más aceptamos de forma tácita. No en vano, hablar de la muerte de Dios es hacerlo, ante todo, de Dios.

Somos contadores y receptores de historias. Las necesitamos tanto para abanderar causas nobles como para interpretar los actos que nos parecen injustos. Eso sí, conviene tener presente que cuando le preguntamos de forma espontánea a un amigo “¿sabes qué me ha pasado?” omitimos las necesarias reservas sobre la autenticidad del relato que sigue. Toda memoria es construcción presente de hechos pasados. Una interpretación de la última interpretación que recordamos.

En la historia que mañana contaréis a vuestros amigos y conocidos al hilo de una fotografía de Facebook, sobre vuestra experiencia en el Micro Abierto de El Alcaraván, habrá más información de vosotros que del bar, del evento o que de las características de los participantes. Si sois optimistas, elevaréis una anécdota que os agradó a la condición de categoría ignorando lo aburrido de este texto. Si, por el contrario, tuvisteis un mal jueves, juraréis por los dioses en los que no creéis que jamás os volverán a engañar para acudir a este vodevil de tipos desprovistos de talento y humildad.

Y a pesar de todas estas dificultades, de todas estas taras implícitas al acto de comunicar, es obvio que necesitamos hacerlo, que hemos nacido, además de programados para sobrevivir y reproducirnos, también para contar y escuchar historias. Como seres humanos que somos, necesitamos un buen relato para comprender por qué estamos tristes o felices, cómodos o incómodos en nuestro trabajo o carrera, en nuestro grupo de amigos, en la relación entre lo que somos y lo que habíamos soñado ser. Necesitamos fabular conflictos por el simple placer de planificar su desenredo y divertirnos diseñando estrategias. Fabricamos amigos para salvar la temible soledad, o enemigos, para hacernos fuertes en una posición concreta, por contraria a la inteligencia que parezca (ver caso Trump). Sin darnos cuenta, hilamos el azaroso conjunto de eventos del que se compone el caos en el que habitamos, estructurándolo en tres actos, ansiando que se produzca el desenlace favorable que dé pie al inicio de un nuevo episodio.

Sabiendo esto, reconociendo que el margen de libertad es, al contrario de lo que pensamos, un reducido rincón de una existencia mucho más gregaria y condicionada de lo que parece, conviene no resignarse ante el aluvión de mensajes que nos hacen llegar personajes únicamente ilustrados en los mecanismos de la recepción de los mismos. Los expertos en publicidad y marketing conocen las áreas del cerebro que se activan en función de las características del discurso textual o audiovisual. Se nutren de nuestras debilidades innatas, hacen crecer estramonio en las parcelas incultas de nuestro subconsciente. No se lo permitamos.

Ignoremos el mensaje que, por su naturaleza, acoge una doble intención, generalmente egoísta, cuando no perversa. No atendamos al Cicerón de turno si su fin no es noble –siendo esto lo más difícil de discernir de todo. No dejemos que el mundo nos lo cuenten los políticos, pues en su pecho, junto al corazón, no llevan más que las siglas de sus partidos y sus ambiciosos intereses. Tampoco los periodistas, pues el que se tilda de libre no es más que un ignorante o, peor, un impostor. Ni los jueces, presuntos salomones de lo que ni vieron ni oyeron, presos de sus prejuicios que actúan en nombre de una ley que no deja de ser el vástago de un estamento social muy concreto. O los que se suben a una tarima un jueves por la noche a decirnos lo que tenemos que hacer, solo faltaría.

Abracemos la ficción, las historias que aceptan serlo, las mentiras conscientes de sí mismas, las que no están viciadas del necio anhelo de pasar por ciertas. Permitamos que sea la literatura la que nos explique –con el aval de que no pretende hacerlo– temas tan trascendentales como el amor, la traición, la guerra, la vida o la muerte. Dejemos entrar en nuestras casas a García Márquez o a Cortázar, con sus locas fantasías. Y a Shakespeare, aunque dé miedo que nos conozca tan bien. Y a Cervantes, por supuesto, seguro de que su Quijote era el sujeto más cuerdo de todos. Ofrezcamos cobijo a todos aquellos escritores que, desde la ingenuidad y una íntima necesidad, se contaron a sí mismos de modo que todos pudiéramos reconocernos en sus personajes, en sus miedos y pasiones, en los conflictos que se tejen y destejen y que, siendo tan parecidos a los nuestros, son, definitivamente, mentira. Saludable mentira.

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