¿Qué fue de Jude Bannecroft? (II)

*Esta es la segunda parte de un relato más largo. Si quieres saber cómo empieza la historia, no dejes de leer ¿Qué fue de Jude Bannecroft? (I) 

Volvamos a la señorita Pillmington. A sus pobladas cejas y a su misteriosa sonrisa postiza. Habla de su marido, licenciado de la Royal Navy en 2005, de su porte y elegancia, de su tono sobrio pero no por ello desagradable. La cuestión es evidente. ¿Por qué se habían divorciado?

Sus argumentos se tornan enrevesados, como si aún no los tuviera bien afirmados en el intelecto, como si aún hablara por ella el recuerdo del áspero tacto de las manos de aquel capitán de buque sobre su cintura. Menciona numerosos nombres de pila, apellidos ilustres, según ella.

Él, mientras, toma notas de manera puntual. Cuando no lo hace se aprieta la barbilla con su pluma estilográfica. No echa mano de la copa de whisky de la que ya han desaparecido, consumidos, los hielos. Ni siquiera parece escuchar cuando su vista se dirige, absorta, al fuego que acaba de encender en la chimenea. Cuando el viejo reloj de péndulo hace sonar las seis de la tarde osa interrumpir el soliloquio de la señorita Pillmington.

– No se refugie en terceras personas. Ellas no tienen la culpa. ¿No ve sus carnes flácidas colgando de sus costados? ¿Acaso cada mañana, ante el espejo, no se pregunta cuál era el espacio que antes ocupaban sus pechos? Sí, ese que ha quedado ahora libre y que amenaza ser cubierto por su inmensa papada. Su marido le ha dejado por esto, porque no es usted la mujer con la que se casó. Y no hunda su cabeza en la excusa del paso del tiempo, en el envejecimiento de las células o en la ineficacia de las cremas rejuvenecedoras. Le hubiera bastado con ser activa en el sexo, con no habérselas dado de damisela recostándose cómodamente mientras su marido la intentaba hacer feliz.

– Está bien, me voy. Ya he tenido bastante. Entiendo por qué se ofrece a hacer gratis este presunto trabajo. Disfruta con un placer que ni siquiera millones de libras podrían costear, haciendo daño a personas frágiles que se hallan en el proceso de reencontrar el sentido de la vida.

– Nunca lo tuvo señora, nunca lo tuvo. Y me alegra que piense así y que no quiera denunciarme por maltrato psicológico como hacen todas esas furcias a la mínima que sus maridos les dicen las cosas como son. Busque la dirección de un par de gimnasios y vuélvase a sentir atractiva.

Entre indignada y furiosa, la Señorita Pillmington abandona la casa y se dirige al café más próximo a reflexionar sobre las hirientes palabras de aquel joven «altruista». Él, mientras, enciende el ordenador y teclea unos cuantos caracteres. Aviva el fuego de la chimenea que representa, asimismo, la única fuente de luz de toda la estancia. Suena el viejo timbre. Disfruta con el eco que dibuja en las paredes. Abre la puerta.

– Soy el señor Blake y vengo a contarle mi historia. ¿Con quién tengo el gusto de hablar? Me sorprendió no leer ningún nombre en el anuncio y no sé si es obsesión, pero me gusta conocer, al menos, el apellido de mi interlocutor.

– Es parte del trato señor Blake. Nadie le obligó a presentarse. Y yo no voy a hacerlo. Es mi método y si no desea comprobar cómo sigue ya conoce hacia dónde debe dirigirse.

Tomando asiento acepta tácitamente las reglas del juego. Se deshace de su chaleco y lo deposita sin mucho aprecio sobre el sofá. Camisa blanca y pantalón negro de lino. Todo un gentleman. Arruinado y sin prestigio. Comercial de Bentley para todo el condado, se negó a aceptar un acuerdo de prejubilación. «Se piensan que con cuarenta años ya eres una carga». Ahora está en el paro y su labor la llevan a cabo dos jóvenes que no alcanzan a cobrar en un año, juntos, lo que él ganaba en seis meses. «Ya sabe, antes nos presentábamos a las puertas de las grandes empresas para convencerlas de que nuestros coches eran la mejor opción. Cómodos, seguros, caros, sí, pero ya se sabe. Ahora esa misma labor la llevan a cabo desde una oficina por teléfono, internet, redes sociales, ¿me entiende?»

– Perfectamente. Pero no se quede en lo superficial. Venga, no sea tímido y desnúdese ante la presencia de un ser anónimo que no tiene la menor intención de caminar sobre sus vísceras o de echar alcohol en sus llagas. Cuénteme cómo es ese día a día sin trabajo, perseguido por la mirada complaciente de su esposa y las muecas de interrogación de sus hijos. ¡Qué vacaciones más largas! ¿No, papá?

– Es usted vil y nocivo. Pero no cuente conmigo para que salga de esta sala con el honor bajo la suela de mis zapatos. Pero en fin, tiene razón. Mi mujer y yo ya no hacemos el amor. Supongo que ya no me admira y que sólo me aguanta con la paciencia que su culto religioso le exige para con su cónyuge. De no haber sido por su prudencia y contención a la hora de gestionar nuestros ingresos ahora estaríamos a la intemperie y con nuestros hijos en una casa de acogida.

– ¿Dos hijos, verdad? No me pregunte por qué lo sé. O mejor, se lo diré. Es usted sólo otro ciudadano británico más de unos cuarenta y cinco años al que han echado de su trabajo por no saber adaptarse a las nuevas tecnologías y porque hay cientos de miles de aves de rapiña recién salidas de la universidad dispuestas a cobrar una miseria por sentarse delante de un ordenador tratando de encontrar sentido a sus años de estudio. ¿Me comprende? No, no, no amenace con irse y escuche lo que le tengo que decir. No se preocupe si no se le levanta. No es el único. Yo me masturbo gracias a una de esas pastillas azules. Y sí, los impotentes, sin empleo y fieles súbditos de la reina siempre tienen dos hijos. Escúcheme. Siem-pre. ¿Varón y hembra?

Resultaron ser dos varones. Catorce y doce años. Aficionados al cricket. Aquello fue lo más novedoso de su confesión. No había tiempo para más cuentos rutinarios. Alega tener más visitas programadas y le hace abandonar el cuarto. Le acompaña hasta la puerta y le desea suerte en su búsqueda de empleo.

Quería dramas, sí, reales y humanos, sí, pero no clásicos y manidos guiones del cine más rastrero y aburrido. Quería encontrar del otro lado de la mesa un sentimiento especial, una tragedia del siglo XXII. O del siglo XIX. De otra época aunque trasladable al momento presente. Si no, ¿cómo escribiría esa novela encargada desde hace años por esa bella mujer que le mira a través del plástico que recubre su fotografía?

No había carreras en Ascot aquella tarde. Tampoco ningún acto social de la alta burguesía. Sin embargo, ante sus ojos, se erigía una silueta aristocrática vestida, no cabe duda, para una ocasión distinguida. Falda cubriendo levemente sus rodillas, chaqueta de seda, fular lionés envolviendo su cuello, pamela adornada de manera clásica, sutil maquillaje realzando el color de sus pómulos. Ojos de un tono verde esmeralda, labios finos de textura quebradiza, nariz estrecha y cejas casi inapreciables. Sus cuerdas vocales parecen emitir una linda melodía al desplegarse.

– Buenas tardes. ¿Me permite pasar? Tengo cita para las ocho.

– Está en su casa.

Le besa la mano con ternura. El fuego de la chimenea llamea con más fuerza y las bailarinas del cuadro parecen querer recuperar su viejo movimiento en señal de festejo y celebración. Se escucha el repicar de las campanas desde la vecina Iglesia de San Jaime.

Toma asiento y suspira. Guarda silencio sobre su nombre y sobre su edad. Descubre un botón de la camisa dejando a disposición del caballero una generosa visión de su escote. Muerde con disimulo su labio inferior, tal vez en señal de lascivia.

– Perdóneme señora si la incomodo, pero no alcanzo a comprender el porqué de su visita. Está usted citada para relatar sus problemas, aquellas cuestiones que la conciernen y que la han mantenido en vela durante cada enigmática noche de los dos últimos años. Al menos, eso quise entender de la lectura de su carta. Por el contrario, sus silencios me preocupan y alteran mi ánimo. No puedo ayudarla si no rescato de su interior esos pesares que tanto dolor le generan.

– Yo estoy citada con un caballero británico dispuesto a escuchar, así rezaba su anuncio, ¿me equivoco? Podría servir, por cierto, tanto para una consulta psicológica como para un contacto carnal. No dude en corregirme. Si mi silencio le enoja le invito a centrarse en mi respiración y a que siga deleitándose con mis voluptuosos senos, si lo desea, como yo disfruto imaginando qué es lo que esconde tras su señorial fachada.

Las palabras vuelven a apagarse. Ella escruta cada rincón de la pieza mientras él, sumiso, no aparta la mirada del ilustre busto de la señora.

– ¿Sabe una cosa señor? Usted y yo nos conocemos de antes. Hace años, en el salón de la familia Tyndale. Sé que no lo recuerda embriagado, como estaba, por la mezcla de ron y ginebra que le sirvieron maliciosamente.

Aquellos no eran los derroteros previstos. Él debía ser el novelista, el dueño absoluto de la conciencia de sus personajes. Sus clientes, desesperados, debían actuar como dóciles esclavos al amparo de su voz. Ese era el plan. Hasta que llegó ella. Sigue con la pluma en la mano, pero ya no percibe su tacto. Es ella quien redacta la historia de este furtivo encuentro. Imprevisto y no deseado. Espeluznante.

– Aquella noche me resultó especialmente atractivo. Portaba con suma elegancia un traje de diseño. Un Versace gris creo recordar. Como las nubes que nos acompañaron hasta la entrada en la mansión. ¿Hace memoria señor…?

– ¡No pronuncie mi nombre! Se lo ruego. No aquel del que me despojé hace ya unos meses. Claro que soy capaz de invocar aquella reunión en la casa de los Tyndale. Se trataba de mi gran oportunidad para conseguir su mecenazgo. Preparé durante horas, frente al espejo, las exactas palabras que pronunciaría al saludar al sir. Sin embargo, de usted y de su presencia en aquel salón no soy consciente. Dígame quién es. Por favor. Desvele su identidad.

– No es parte del trato. Leí con detenimiento su anuncio. «Confidencialidad y discreción». Lo que sí te puedo decir es para qué vine y te lo diré aunque tu desmemoria me cause desazón. ¿Deseas saberlo, verdad? Regresé a Londres para recuperar tu imagen y amanecer con ella el resto de mis días. Por ello permanecí quieta y muda observando cómo colocabas un cartel tras otro allá en el West End. Y te parecerá osado, pero también quisiera recuperar el tacto de tus labios y el sonido de tus susurros al despertar.

Ni siquiera había prestado atención al momento en el que la dama lo empezó a tutear. Le preocupaba más bien el empleo de ese verbo. Recordar. ¿Un uso equivocado o a conciencia? ¿Cómo recordar si no la conocía? Quizá de vista, todo lo más. Centra su atención en su cabello detalladamente teñido, peluca tal vez, y en sus cejas arqueadas que parecen interrogarle. Ella permanece sentada mientras él pasea de un lugar a otro de la estancia buscando el aire que su laringe se muestra incapaz de acoger. Se nota fatigado. La demanda cortésmente que regrese a la mañana del día siguiente. Le ayuda con la chaqueta, le ofrece la pamela y le vuelve a besar en la mano. Sus labios, los de ella, buscan los de él en un intento desesperado. Se aparta. ¿Qué era todo aquello?

– Algún día evocarás de nuevo su sabor y no querrás separarte de ellos. Espero que no olvides, al menos, estas palabras. Benoit.

(Continuará…)

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