El camino no tomado

EL CAMINO NO TOMADO

Dos caminos se bifurcaban en un bosque amarillo,
Y apenado por no poder tomar los dos
al ser un viajero solo, largo tiempo estuve de pie
Mirando uno de ellos tan lejos como pude,
Hasta donde se perdí­a en la espesura;

Entonces tomé el otro, imparcialmente,
Y habiendo quizá elegido de manera acertada,
Pues era frondoso y requerí­a uso;
Aunque a juzgar por lo que allí había
Hubiera elegido cualquiera de los dos.

Y ambos esa mañana yací­an igualmente,
¡Oh, habí­a guardado aquel primero para otro dí­a!
Y aun sabiendo el modo en que las cosas siguieron adelante,
Dudé si debí­a haber regresado sobre mis pasos.

Debo estar diciendo esto suspirando
De aquí­ a la eternidad:
Dos caminos se bifurcaban en un bosque y yo,
Yo tomé el menos transitado,
Y eso hizo toda la diferencia.

Traducción anónima del poema de Robert Frost “The road not taken”

Tras un tiempo indefinido –quizá meses, puede que años, quiero pensar que no décadas–, decidí regresar al punto de partida y adentrarme, esta vez, en la otra vereda, en la más transitada de las dos que se me dibujaron cuando siendo aún joven descubrí que, a mi pesar, el camino se bifurcaba sin remedio. Después de haber avanzado con denuedo a través de la senda elegida y perseguido infructuosamente un final, un esquivo horizonte sobre el que depositar la pesada mochila en la que había ido acumulando esfuerzos y sinsabores, quise volver y averiguar lo que había perdido, el destino que me habría reservado el sendero hacia el que pude –y no quise– encaminar mis pasos cuando detenerse no era, desde luego, una posibilidad.

Esta vez sin dudarlo –ya lo había hecho suficiente mientras desandaba la vieja cañada de regreso al lugar de origen–, empecé a caminar siguiendo el ritmo ágil de una pareja de ancianos que dialogaban amistosamente. Pronto reconocí, a pesar de que ni se me ocurría pensar que no fuera un camino distinto, las mismas hayas ancladas en el suelo arcilloso en el que degeneran las rocas calizas tras la acción de la lluvia, esa terra rossa en la que se descompone el carbonato cálcico sin saber que sobre ella enraizarán árboles condenados a una secular inmovilidad.

Me resultó familiar, aunque ello no alterase la seguridad de que se trataba de un camino distinto, el olor a humedad procedente de un arroyo cercano cuya omnipresencia, en forma de insistente murmullo, reconfortaba mi ánimo. Como en aquel otro tiempo, y camino, me detuve a ver cómo el agua se desbocaba ladera abajo cincelando a su paso un desfiladero de cuyas mejores vistas solo disfrutarán las aves. Y allí donde se remansa el flujo, en un abrevadero muy parecido al que había visto en la otra vereda, quise reconocer entre los bañistas los rostros que aquel día me acompañaban y que, afortunadamente, ya no eran los mismos. No había duda, estaba recorriendo una senda distinta.

Pero continué caminando y los riscos me siguieron pareciendo los mismos de entonces; verticales, desafiantes, una dura prueba para las leyes de la física, puede que incluso para las de dios. Y también los rebecos me parecieron idénticos a los del otro sendero, absolutamente libres en su grácil deambular por las torrenteras y los conos de derrubios que adornaban la ladera. Aquel día sentí que de ellos, de los rebecos, es cada torre puntiaguda donde los humanos no se atreven a poner sus pies, cada cascada inaccesible a la tecnología y a la canalización por parte de esos regantes a los que observan desde lo alto sin explicarse por qué va menguando su número y su entusiasmo.

Y me pareció igual de abigarrada que entonces, la mezcla de colores que, con el otoño, se apoderó del valle. Rojas y amarillas, las hojas de hayas y abedules anunciaban su próxima defunción envidiando la portentosa salud de las agujas de los pinos sin saber que estas, a su vez, codiciaban su belleza, aunque esta comportara tener una vida breve y pasar de largo, ligeras de equipaje.

Finalmente, no tuve más remedio que pensar que aquellos dos caminos habían terminado confluyendo en uno solo en el que la naturaleza se mostraba dispuesta y decidida a imponer sus propios códigos y ritmos, ajenos estos, en cualquier caso, a la voluntad de un solo hombre; indiferentes a la sensación de pérdida y a la frustración que sentía por saberme igualmente desdichado en uno y otro sendero.

Sediento, no tuve más remedio que alcanzar a la pareja de ancianos. Amablemente me cedieron un trozo de peña entre ambos. Me sorprendió verlos tan alegres, como si no fueran conscientes del todo de hallarse transitando el único camino posible. E igualmente quedé anonadado al comprobar que no les importó que consumiera la última gota de agua que quedaba en la cantimplora.

–Bebe tranquilo, ya vamos a emprender la vuelta –me dijo el que se llamaba Antonio–. Robert y yo simplemente queríamos comprobar si de verdad había dos caminos, tal y como indica la guía del parque, para llegar a la cascada de la Cueva del Oso.

–¿Y a qué conclusión han llegado?

–A que no importa.

De repente, por primera vez en mucho tiempo, miré hacia atrás. Me di cuenta, entonces, de que el bosque era más tupido de lo que pensaba y de que seria imposible ver a través de él a los rebecos ascendiendo hacia los riscos o escuchar el murmullo del manantial. Del camino que había venido recorriendo solo era posible reconocer mis huellas.

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