El drama de escribir

Sucede. Simplemente sucede. Un instante, sí, un instante cualquiera, con la mirada perdida en el frente de un escritorio, con los deberes aún por hacer, con papá fuera de casa y mamá en el salón. Ante la inquisidora mirada de los muñecos que te ayudan a dormir y que no desean para ti esta suerte de tribulación. Ocurre. No es un acto de voluntad. Es la imaginación recorriendo las cuadrículas del cuaderno. Es el comienzo del drama.

Érase una vez, claro, así empieza la primera historia, el primer plagio creativo, el menos consciente de todos. En un lugar muy lejano, por supuesto, del que nadie sabe nada, del que no cabe labor posible de documentación. Un hombre, una mujer, un animal, como mucho una planta humanizada, con sangre en lugar de savia. Un panorama inicial, un conflicto, un nudo, un desenlace.

Sucede también que la mirada se te agudiza y eres capaz de ver más planos de la realidad; o una misma realidad desde diferentes ángulos, lo que multiplica, no siempre en dosis equilibradas ni saludables, placeres y sufrimientos. Ocurre que te olvidas de ti mismo y que todo lo que haces es fantasear o ser testigo de lo que acontece. Se desvanecen las fronteras entre personas y personajes, entre lugares y localizaciones, entre dolor y creatividad. La injusticia deja de engendrar llantos de impotencia y se transforma en la energía cinética que mueve el bolígrafo.

Ocurre que nadie te advierte, que todo es pueril, trivial, un pequeño juego sin importancia. Y te animan, y te dicen que lo haces muy bien, y hasta te dan algún premio que deriva en una pequeña propina con la que comprar unos tebeos. Y te haces a la idea de que eso de ser escritor está muy bien, que todos los que conoces están en los libros de texto y han pasado a la posteridad. Y entonces solo tu padre se acuerda de todos los que no conoces, y de sus neveras vacías. Pero tú lo ignoras.

Y te pasas las clases de Derecho o Medicina gestando relatos que cada vez se parecen más a los cuentos de los autores que lees de madrugada. En los descansos, mientras preparas los exámenes finales, hojeas diarios literarios o compones pequeñas historias, hasta el punto de que, en realidad, el reposo de la escritura lo marcan diez o quince minutos de estudio ligero. Y se te van imponiendo gobiernos, revoluciones tecnológicas, artistas de moda, series de éxito. Mujeres que te inspiran cuando desaparecen. Todo mientras tus manos siguen siendo igual de inútiles, incapaces de arreglar un enchufe o amasar el pan. Ello mientras a las necesidades básicas se suma un nuevo anhelo de autonomía que ya no satisfacen los rincones más oscuros de los cafés ni las sucias barras de los tugurios que frecuentas.

Sucede, en definitiva, que te haces mayor y que, mientras otros se ganan la vida, tú sigues con la vista perdida en el frente de un escritorio, sintiendo la inquisidora mirada de los muñecos que aún custodian tus pesadillas, consciente de que lo único que ha cambiado es que ya no hay cuaderno de cuadrícula, sino un ordenador del que cada tecla es testigo directo de la imaginación perdida y de que todo lo que aporta un texto como este, próximo a su punto final, es la nostalgia de su escritura.

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