Primavera

Luce el Sol, insignificante enana amarilla, en el cénit del cielo que arropa el ecuador de la Tierra, minúsculo astro en el que, por una circunstancia extremadamente azarosa, se hace posible –o imposible– la vida. Acude, presta, la primavera, a cubrir bajo sus coloridas flores, lirios u orquídeas, mimosas o tulipanes, los cadáveres que se cobró el invierno. Tuberculosos, griposos y suicidas alimentan sus raíces y reclaman una limosna por el verde de las hojas que hoy admiran los llamados a sucederles.

Suena Stravinsky en la casa de quien piensa que La consagración de la primavera es una oda al regreso de las golondrinas. De quien ignora que, tras sus notas, se oculta el sacrificio de una princesa condenada a bailar hasta la muerte. La suya es también la expiación que todos llevamos a cabo a diario, aunque nuestros pasos sean menos plásticos y el pentagrama incluya, en vez de blancas o silencios, sonidos francamente desagradables.

No debemos olvidar que el regreso de Perséfone no es sino una concesión de Hades, un conjunto de promesas que expirarán al calor de las hogueras, bajo el sol que caerá de plano sobre jardines y cosechas, arrasando, por igual, unos y otras. El aire tibio, que reconforta el alma, rolará en su componente. Virará hacia el sur y traerá la arena del desierto.

Sin embargo, mientras tanto, la primavera se nos parece al rostro de una bella mujer que disimula, con una amplia sonrisa, la tristeza que le envuelve la mirada. Nos recuerda a Montmartre engalanado con las caricaturas de los artistas modestos y el esplendor de los bailes junto a los moulins. Pensar en ella es imaginar la migración de miles de herbívoros desde el Serengueti al Masai Mara o la explosión del cerezo en el Jerte, o en las afueras de Tokio.

Sus cuatro sílabas invocan el ruido de los parques, el ajetreo de almas en tránsito por las plazas que se abren en el centro de Madrid. Es cambiar de estación y regodearse íntimamente con la visión de una cascada desbocada, un torrente que se desparrama ladera abajo, hacia un valle que olvida, por momentos, que las mismas aguas que lo alimentan, son las que se lo pueden llevar por delante.

Quizá sea mejor así. Es posible que toda nuestra misión en este diminuto planeta, calentado por una pequeña estrella, pase por disfrutar de los cuerpos que se deshacen de las ropas, de los colores que habían permanecido amortiguados en nuestras retinas, de los sonidos que el silencio propio del invierno había ocultado bajo su manto. Quizá sea solo eso, después de todo, sobrevivir al frío, a la depresión y a la oscuridad. Eso, y olvidar que Hades hará cumplir el pacto. Eso, y dar por bueno que algún día nosotros seremos el verde cuya visión, ahora, tanto nos fascina.

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