Mus

No cambiamos. Un niño se arrastra por el suelo del bar demandando atención como justo pago por la comisión de una injusticia hacia su inabarcable ego (¿qué nos hace pensar que serán buena gente después de ver Gran Hermano?). La madre, al sentirse observada por los popes de la nueva pedagogía y los apóstoles del buenismo se resiste a ejecutar el Código Penal y trata de hacerle entrar en razón levantándolo por las axilas, lo que da lugar a un conato de cómica pelea entre una mujer de cincuenta años y un niño de seis que se le resiste. Ejercen presión sobre ella la necesidad de conservar el buen nombre de la familia, la de predicar con el ejemplo y respetar la tregua navideña. Todo ello mientras el padre, fuera de su horario de trabajo, educa a través de la indiferencia, quizá la mejor receta, ahí no me meto, y deja que sea el hermano mayor, ídolo temprano de todo niño, el que atraiga su atención usando el magnetismo de la pantalla de su teléfono móvil, apoyada en un tablero de ajedrez.

Entre los habitantes del Valle del Duero y los del Ebro hay dos principales diferencias, a priori sutiles. Por lo que yo he visto, en los juegos de naipes los primeros se disputan el honor y los segundos el orgullo. Tal vez sea este el motivo por el que las partidas castellanas se desarrollan en silencio, con intervenciones más o menos pautadas, y las riojanas sean un concierto de bravuconadas, exaltaciones de los talentos propios y exposiciones sumamente ruidosas de los fallos del de al lado, incluidos los del camarero, que se afana por contentar a la mano y al postre: “¡Falta un Seagram´s!”

Sí, dije que había dos diferencias, pero aunque no importa mucho cuál es la segunda, me la reservo para un próximo post por aquello de estar adaptado a los tiempos de las series, que marcan el consumo de ficción generando una nueva adicción a la espera. Es más, tal vez publique una encuesta para que el público, conocedor por igual de los más íntimos aspectos de la física cuántica y la historia de Mesopotamia, haga llegar sus opiniones. O mejor aún, entablaré conversaciones con una casa de apuestas para que menores de dieciocho años, ávidos suplantadores de identidades, puedan jugarse el dinero de sus padres optando entre las siguientes opciones: A. Los hombres del Ebro hablan de tetas y los del Duero de culos. B. Las mujeres del Duero creen que sus maridos son unos inútiles y las del Ebro que unos putos inútiles. C. Los niños del Ebro se enfadan arrastrándose por el suelo, que está mucho más limpio porque hay más dinero, y los del Duero no respirando y saltando muy fuerte aprovechando que el aire es menos denso al estar a mayor altitud.

En fin, no cambiamos. Y eso que ya llevamos cuatro días del nuevo año y los niños, menos mal, siguen amedrentados por la pregunta de todas las navidades: ¿te has portado bien? Lo peor de todo es que me pillan escribiendo, acumulando ideas para, quién sabe, una nueva publicación, un acto de orgullo a la altura del órdago que se acaba de jugar mi compadre (a grande con dos reyes siete), un grito tan soez como los que se pronuncian a mi vera, aunque se emita con cariño y quiera ser –mira si es vanidoso– una humilde contribución a la cultura y el entretenimiento de la sociedad.

Déjenme confesarles que la publicación de “Hasta que la noche nos alcance” no hizo mejor 2018 si no fuera porque propició varias reuniones con amigos, el regreso a mi colegio, conocer mejor a su prologuista, la poeta Celia Corral, y que mi Alfa Romeo aterrizara en Sevilla, perla del Guadalquivir. Si aquel libro, al que no puedo sino referirme desde la distancia y en pasado, me ayudó a mantener la serenidad fue durante su escritura, su perpetración, que es el sustantivo adecuado, no caben símiles agrícolas o genesíacos ante un acto de osadía que, eso sí, pretendo seguir cometiendo.

En este 2019 escribiré, sí, como seguirán arrastrándose los niños del futuro, y gritarán “¡mus!” golpeando con fuerza la mesa el día de mi funeral. No cambiamos.

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