No todas las ciudades

¿Quién fue el que dijo que todas las ciudades son la misma ciudad? En ello pensaba mientras cruzaba las aguas del río e imaginaba, sobre el puente de hierro, a todos los que desde él se lanzaron un día –un ramo recuerda a uno de ellos sin citar expresamente su nombre–. ¿No son acaso los mismos que los de aquel otro puente y aquel otro río, los de aquella otra corriente tributaria y aquel otro mar receptor?

La conciencia del viaje, la seguridad de estar en un lugar distinto, se agota cuando se toma un libro y se lee con atención. De repente suenan igual Mark Knopfler y María Dolores Pradera y nos parece idéntica la plegaria del mendigo al que negamos, una vez más, la limosna. En la noche, la urbe, todas las urbes, son solo un reflejo de luz al otro lado de una colina.

Todas las barras de bar son la misma barra de bar. Me refiero a esas cantinas de barrio, con sus hombres (¿siempre los mismos?) de aspecto desaliñado, camisas sin planchar y arrugas marcadas con bisturí, que se saludan sin levantar la barbilla, como temiendo exponer la información que llevan grabada en el rostro, las heridas de todos los gritos ahogados con los que administraron las pérdidas de sus seres queridos, las humillaciones de jefes, esposas e hijos; el dolor mismo del silencio, que aprendieron en la mesa, cuando aún creían en la cualidad heroica de sus padres y hermanos mayores, testigos pusilánimes de la injusticia.

Cada ciudad medieval pretende engañar al viajero con las mismas triquiñuelas: se repite el color de la piedra –o se suceden con precisa anarquía colores tintos y pardos–, se retuercen las calles y urden emboscadas los callejones; se mezclan en el eco la palabra de dios y la del ciudadano, que no puede sino blasfemar al comprobar que, un día más, su boleto no ha sido premiado. Cada casco histórico cuenta con su particular elixir para embriagar al torpe transeúnte, también con un ramillete de mitos vivientes, portadores de historias que actúan como excusas más o menos logradas para brindarle al visitante un opíparo banquete, el único acontecimiento que recordará de regreso al hogar.

Todas las estaciones de tren son la misma estación de tren. No importa su aspecto exterior ni que tenga vidrieras, como las catedrales góticas, o gimnasio, como las modernas. Al final siempre hay una vía que soporta un vagón en el que viaja una persona que persigue, o abandona, una esperanza. Y una sombra, a la intemperie, en el andén, que aguarda mirando el reloj o dice adiós con la mano. Y un niño, que piensa que solamente se entretiene viendo partir y arribar esas máquinas, que ignora que su madre lo entrena para la vida obligándolo a ensayar despedidas y acoger nuevos destinos, a decir adiós y crearse la falsa ilusión, que nadie nunca, jamás, mencionó, de que todos los trenes son el mismo tren; todas las ciudades, la misma ciudad.

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