Anatomía de un asesinato

Antes de presentarme esta noche como un redimido vagabundo en tu portal, de rechazar tu ayuda para subir las maletas –lo que me costará un fuerte dolor de hombro durante una semana–, y de sentirme extraño en el vano de la puerta, sin saber cuál es el siguiente paso, he querido escribirte esta carta y expresar todo aquello que no me dejarías pronunciar en alto, adelantándote, como siempre haces, a la verbalización de todo lo que siento y rechazando cada uno de mis argumentos por absurdo, infantil o peregrino –reconoce que algunas veces te pones pedante.

No sabes el miedo que me provoca instalarme en tu casa, llamar al timbre, al cuarto día de estar allí, y que me respondas con la voz apagada con la que tantos matrimonios dialogan simulando estar interesados en los avatares del otro –¿cómo es posible que te dijera eso tu jefe? ¡Será canalla!–. O que me recuerdes que hay que comprar pescado porque es martes y los martes el pescado está fresco y hay que comerlo al menos tres veces por semana según las recomendaciones de la OMS, esa onomatopeya oriental motivo de alegres carcajadas durante nuestros primeros encuentros convertida ahora en Santa Inquisición de la dieta semanal.

Sé que lo llamarás miedo al compromiso –odias las etiquetas pero las utilizas con la misma ligereza que el resto–, pensarás que solo soy capaz de mantener relaciones superficiales o que sigo apegado al olor de la colonia de mi madre, suposiciones que no puedo negar tajantemente, porque es posible que naveguen en el subconsciente del mismo modo en que lo hacen tus contradicciones sobre la maternidad.

Cuando decidimos separar las haciendas, pagar a medias las facturas y te sugerí cuantificar también los consumos de calorías, luz y agua poniendo a prueba hasta donde se extienden las dudas y se confirma que la pareja es una lucha de perspectivas enfrentadas que ven el mundo, como cada vez que se miran a los ojos, desde ángulos completamente opuestos, en el fondo estaba conforme. Nuestro egoísmo, resultado de la suma de todas nuestras inseguridades expuestas a las circunstancias cambiantes de la meteorología, el mercado laboral o la opinión de nuestros amigos y familiares, es la garantía de que nuestro equipo no podrá competir con el paso del tiempo, a medida que nuestros recuerdos se hagan mayores y se alejen de las coordenadas cronológicas actuales. Tú y yo envejeceremos mucho más rápido que nuestros deseos.

No tengas ninguna duda. Querrás que vuelva a ser aquel muchacho que jugaba a adivinar lo que estabas pensando –y a veces lo conseguía–, que se podía pasar horas contando los lunares de tu brazo derecho para darte pruebas de su amor, o viendo películas que nunca hubiera elegido para una noche de invierno. Y yo querré que sigas compartiendo cada uno de mis vicios, que entiendas –de verdad, no porque estés tontamente enamorada– la semilla original, sus porqués. O que me acompañes por cada uno de los destinos, también los figurados, que recorrí en mi mente cuando transitaba solo por la vida, de la mano de mis amigos imaginarios que se citaban en torno a la cuna, o mi primera cama. Cuántas veces preferirás no hacerlo, o te sentirás obligada y yo lo percibiré por tu silencio o la aspereza de tu lenguaje sintiéndome avergonzado, triste o iracundo.

Aun así iré, ya es tarde para decir que no. Te lo digo para que, como sueles hacer, me ignores cuando niegue tu ayuda: llevo dos maletas y una bolsa con dos lubinas, regalo de mi madre. También los boxer de San Valentín. Esta noche, al menos, lo pasaremos bien.

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