Las chicas del cuento

Lo había visto en una película de Woody Allen. Salió del libro con una sonrisa radiante. Flotaba, se puede decir que flotaba sin faltar a la verdad literaria. Le ayudaba su cuerpo liviano, a pesar de que sus extremidades, largas y de articulaciones especialmente huesudas, dificultaban maniobras cotidianas tan simples como atravesar una puerta sin golpearse o caminar al lado de otra persona sin caerse –cuántas veces tropezamos de la manera más absurda posible–. Sí, no me miren así, flotaba y podía tropezar al mismo tiempo sin con ello faltar a la verdad literaria.

El pelo le cambiaba de color con las estaciones, como las hojas del roble que crecía junto a su portal y en el que tantas veces me fijé mientras la esperaba –la chica del cuento no miraba el reloj. Su tez solo adquiría tonos morenos un mes al año: cumplía así, por unos días, su sueño de ser gitana –bailaba mejor que todas ellas–. Los dedos de sus manos eran largos, tanto que, a veces, en mis momentos de flaqueza, me los imaginaba cubiertos de anillos regalados por otros hombres, lectores que, simplemente, habrían descubierto el cuento antes que yo.

Sus ojos se entornaban al sonreír, como el diafragma de una cámara que deseaba fotografiar aquellos instantes en su memoria. El resto del tiempo eran marrones, aunque a la luz del ocaso, en el claroscuro que ocasionaba la sombra de mi cuerpo en el suyo, o por cualquier otra razón sin fundamento físico alguno, me parecieran verdes. Sus labios, sellados para no alterar el curso de la historia, silbaban relatos anecdóticos, cantares de gesta de aquella que llamaba su patria, recuerdos de un tiempo que siempre, sin medir las consecuencias de su nostálgico entusiasmo en mi capacidad de soñar, consideró mejor.

A su lectura no llegué recomendado, ni siquiera guiado por una súbita intuición. Más bien me lo encontré mirándome en ángulo oblicuo, retándome, inquiriéndome valor para tomarlo en las manos, anticipándome que no sería fácil su lectura y que serían necesarios el valor y el arrojo que nunca había demostrado para descifrarlo, comprenderlo y, tal vez, amarlo como se ama a no más de dos o tres libros a lo largo de una vida. Ella esperaba en la primera página, poniéndole voz al cuento, presentándose de una manera informal en nuestro dormitorio, admitiendo que no era la primera vez que deseaba contar que un día, al final del verano, recién lanzada al mundo, sintió frío.

Lo mejor es que se asombraba como si no supiera, o hubiera olvidado, que yo lo sabía todo, que había leído tres veces el cuento, obsesivamente. Y que, aunque no era exactamente como la había imaginado, y a pesar de que la narración estaba llena de pasajes oníricos en los que no era fácil distinguir el grado de realismo, su atormentada alma no encerraba secretos para mí.

Qué sencillo resultaba anticiparse a sus deseos, acertar con un regalo sorpresa, ser el hombre que tantas veces describió, por oposición a todos aquellos que rechazaba en el relato. No era difícil serlo cuando ella misma me había identificado del otro lado de las pastas, desde ese mismo ángulo oblicuo, como su lector favorito, el único con derecho a acunarla en el andén de una estación o esperando por el último bus a su barrio: nunca fui consciente de este privilegio.

Todo cambió de pronto, el día que le expresé mis deseos de materializar nuestro amor, hasta entonces puramente literario: referencias, metáforas o paralelismos dejaron de ser suficientes para mí. Todo lo que pudo hacer, antes de ponerse muy nerviosa y dejar de flotar, fue sentirse halagada: nunca creyó que llegaría tan lejos. “Eres muy valiente, pero hay otro”.

Competía con otro lector, o eso pensaba, al que imaginé apuesto, educado, instruido. De qué otra manera, si no, hubiera ella cruzado la barrera de celulosa para amarlo. De alguna forma me di por vencido, no había contienda posible, cada lector lee con lo que sabe e imagina, ama desde lo que ha sido, es y se atreve a ser, lo que en mi caso siempre fue poco. Encerré la obra en un cajón, me negué a recomendarla. Evité hablar de ella, fui discreto y enormemente cobarde: ni siquiera probé a robarle un beso temiendo por la magia de aquella primera lectura invernal, al abrigo de la chimenea virtual frente a la que nos reíamos de nuestra torpeza.

Guiado por los celos tomé el libro por cuarta vez, temiendo que aquel hombre no fuera un lector sino un personaje secundario del cuento, algo que no pude comprobar. A diferencia de las otras tres ocasiones, la voz narrativa me pareció áspera y desprovista de matices, ruda si solo se me permitiera emplear un adjetivo para definirla. La chica del cuento compartía con las del instituto, y las de la tienda de ropa, una remilgada coquetería decimonónica en la que no había reparado. Y había envidia en cada palabra de admiración hacia las demás, “las chicas que abrazaron la vida sencilla: la escuela, el hospital, la empresa de informática”.

Regresó al libro antes de que pudiera comprender lo que había ocurrido, y eso que amagamos despedirnos para siempre tantas veces como el río del dolor parecía desbordarse y llevarnos como vulgar sedimento. Regresó siendo ya una mujer distinta de la que había conocido a través de la lectura, poco más que un reflejo desfigurado de la protagonista del cuento. A modo de epitafio de nuestra relación literaria, me retó a dejar de ser el único intérprete, la única lente posible desde la que observar el mundo y me invitó a leer su próxima novela, de la que me reveló su comienzo: “Querido lector, como estoy segura de que alguna vez lo ha olvidado, introduzco como clave para la lectura de esta novela este modesto recordatorio: las chicas del cuento también leen”.

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