La última frontera

Escuchar Always on my mind en la voz de Janelle Loes me ha hecho recordar la cita de Julio César: “No estaba seguro de que Britania existiera hasta que fui allí”. En fin, esta es la razón por la que he de programar un viaje a Casablanca, aunque me lleve una profunda decepción, o darle una nueva oportunidad a la chica que incurre en ripios y asonancias cada vez que se niega a venir a mi casa: ella, que desea que le insista, cree que el problema es de fondo y no de estilo y yo, que pienso lo contrario, acabo de comprarme una chaqueta.

Como bien dice Ursula K Le Guin en su obra Sobre la escritura, la lectura, la imaginación todas esas dudas “solo son fronteras de la mente”, aunque se solemnicen al quedar bautizadas como principios o, peor, como voces que, venidas del otro lado del muro, nos hablan del fracaso haciéndonos olvidar su propia futilidad, su carácter de concepto contingente y nunca necesario, humano, en definitiva, con lo que cuesta desprenderse de una creación propia.

En estos tiempos en los que parece superada la frontera entre lo cierto y lo falso, no ya por el relativismo filosófico y, por definición, moral, sino por la codicia que ha hecho del discurso un sucio arte manipulatorio sin pretensiones estéticas, conviene pensar en Tolstoi, no como un profundo conocedor del alma humana, sino como un esmerado artesano que parece describirla o catalogarla mejor que el resto. Tal vez sea injusto leer al gran novelista (ruso) con la suspicacia que nos otorga este púlpito, ateo y multitudinario, donde todos, como Camus, nos hallamos abandonados a “la tierna indiferencia del mundo”. Pero no era más fiable la crítica  marcada por los mitos, las convicciones y las emociones que los acompañan.

Anoche, la bruma provocada por el fuerte contraste de temperaturas propio de este invierno posmoderno, me impedía gozar de una visión diáfana de los últimos destellos plenilunares sobre el Puente de Piedra. “Hay modestia en la pena, y él era un hombre modesto”, dijo un día George Sand a propósito de un autor contemporáneo que, por un momento, imaginé que era yo. La ironía, el cinismo y la iconoclastia caracterizaban, según la escritora francesa, el arte y la cultura de su época.

Esta mañana, en cambio, los dos astros que definen nuestros calendarios, humores y mareas, parecían retarse a duelo en la prolongación celestial del valle. De camino a la biblioteca, lo único que quedaba de la estampa nocturna eran la bruma y mi modestia. Logroño se desperezaba con el mismo escepticismo, sin mayores convicciones que la del sabor de sus vinos y sus deliciosas tortillas y un borracho se fumaba el último cigarro subido en un contenedor con la vista fija en una sugerente imagen del círculo de la lujuria en un bar llamado La Divina Comedia.

Parecía tentador, ¿no les parece?, creerse en medio de una galería, bajo calizas de una abrumadora densidad, o a los pies de un enorme muro de ladrillo, sin la consciencia del águila que lo sobrevuela. Sin embargo, este hombre modesto que les habla también puede ser definido como afortunado. De ahí, tal vez, que aparecieran ellas, George Sand y Ursuka K Le Guin, dos mujeres que, desafiando el tópico del eterno femenino, su concepción de seres observados y no observadores, son capaces de recuperar con su genuino optimismo vital la seguridad con la que crecimos, recordándonos que no conviene dar por descontado el amor que había en cada fonema del “buenos días” materno, esa breve fórmula que aún recorta, al recordarla, el abismo que se erige al borde de la cama y hace más fabulosa, y menos temible, la frontera de la melancolía.

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