Planteamiendo, nudo, desenlace

Hoy podría ser un buen día, la verdad, para criticar cómo Hollywood, a través de la ceremonia de los Oscar, juega a presentarse como espejo del mundo ofreciendo, solamente, una versión burguesa, occidental y autocomplaciente del mismo. O para criticar a todos los “fashion victims” que pisarán la alfombra roja sintiéndose cual cometa Halley cada setenta y seis años, esto es, observados por el conjunto del planeta. O para lamentar la benevolencia de todas las referencias y discursos dirigidos al nuevo Pisístrato –el arte aborda con humor o distancia lo que quienes votan a los tiranos se toman a pecho.

Sin embargo, también es un buen día para celebrar, una vez más, el milagro del cine. Del cine como técnica, la rueda que permitió caminar a la imagen y darle un nuevo sentido. También como lenguaje, herramienta narrativa que nos ahorró un sinfín de preposiciones pudiendo ser, al mismo tiempo, relator aséptico, sucesión de metáforas o alegoría. O como anfitrión de reuniones más o menos multitudinarias, o de huéspedes solitarios que acuden a él buscando su fiel compañía. O de parejas que aprendieron a hacer juegos de manos en la oscuridad de las últimas filas.

Gracias al cine muchos de nuestros abuelos vieron por única vez el mar, nuestros padres descubrieron Nueva York –y se prometieron ir, en vano– y nosotros fantaseamos con explorar la galaxia. El cine nos brindó conversaciones inagotables sobre la ambigüedad moral, el paso del tiempo o el valor de la amistad. Ser héroes por un día, asumiendo como propias las decisiones de los personajes, ya lo fueran en situaciones excepcionales o cotidianas. Alimentar la memoria personal y colectiva con imágenes rescatadas del paraíso, tomadas desde ángulos tan excepcionales que nos hacen dudar sobre el carácter universal y público del acceso a la belleza.

Como particular homenaje, en esta tarde de domingo en la que no se me ocurre un plan mejor que entrar en la fría sala de un cine a contemplar la magia de un sugerente planteamiento, un nudo atento a los detalles que avance sin desvelar, coherente, que no sensato, y un desenlace que no podremos olvidar hasta que nuestro corazón deje de latir, os dejo tres escenas que, en los tres momentos antes mencionados, han dejado una huella indeleble en mi manera de concebir el mundo y, por lo tanto, su escritura.

El entierro de una madre. Hay poesía, fúnebre, pero poesía, en cada uno de los momentos del modesto funeral de la madre de Yuri Zhivago, también en cada uno de los martillazos con los que queda definitivamente sellado su ataúd. Es imposible respirar mientras la arena de la estepa rusa cubre para siempre un amor mutilado. O mientras las hojas bailan al son de la balalaika, como si fuera la trompeta del arcángel Gabriel y hubiera sido abierto, al fin, el séptimo sello.

Una canción, un pasaporte. El vano de una ventana, una toalla alrededor de la cabeza, el ladrillo caravista del número 169 de la Calle 71 del Upper East Side de Nueva York. La realidad de una voz que sorprende al escritor frente a su máquina. Un viaje a la nostalgia, ese país donde los amores, donde quiera que vayamos, nos siguen en nuestro camino.

Dos puertas que se cierran. Una para siempre, dejando del otro lado a Ethan Edwards, castigado a vivir eternamente de alquiler en los vastos dominios del desierto, al vagabundeo y el vacío que sigue a la venganza inútilmente cobrada. La otra para marcar un antes y un después a la muerte de Vito Corleone. Con un juego de planos que marca la frontera que dibuja una simple puerta en la trayectoria de una familia termina el Padrino I y comienza, para nuestro gozo, su segunda parte. Todos hemos sido Kay en algún instante de nuestra vida.

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