Fábula del joven rico y guapo y el niño gordo

De Dylan, a modo de infructuoso anhelo, la seguridad con la que cada día pulsaba el botón de autodestrucción mientras atraía las miradas de todas las bellezas de Beverly Hills. De Sensación de Vivir, la conciencia de que nunca seremos tan ricos ni tan desgraciados como ellos. Tampoco tan guapos, desde luego, menos mal. También el bautismo prematuro a la adolescencia, aunque fuera con escenas de sexo en off, sábanas a la altura del cuello y besos castos.

Ha muerto Luke Perry, Dylan para los que crecimos viendo aquella teleserie de jóvenes que, quizá, aunque yo no alcanzaba a entenderlo, ejercía de radiografía de una juventud incapaz de conformarse con ser guapa, rica y sentimental y que, como venganza por tal cruel destino, se servía de toda clase de estupefacientes y otras drogas duras, celos incluidos, para tensar las cuerdas del guiñol y generar una tensión argumental que justificara nuestra presencia ante el televisor; primero por la tarde y después, en reposiciones posteriores, a primera hora de la mañana, en una franja que no era apta para gente de mal despertar.

De entre todos aquellos muchachos, Dylan era el avanzadilla, un espía que se adentraba a pecho descubierto en la trinchera enemiga y que, por la magia de la ficción, regresaba siempre con vida para contarnos los detalles a los demás chicos, a quienes daba lecciones de masculinidad noventera, tan rancia como la actual, por otra parte. Envuelto en un aura de misterio, muerto y resucitado, su libro era el más reclamado por las chicas del 90210 de Beverly Hills y del 68 de Filiberto Villalobos, aunque luego quisieran destrozar sus páginas imitando el caos en que había quedado convertido su corazón en ruinas. O sus carpetas, cuando dejó de comportarse como el prototipo de hombre de sus sueños.

De Dylan sabíamos, al menos los que vemos la realidad en una amplia paleta de grises, que era antes víctima que verdugo, el inevitable producto de una relación tirante con un padre de dudosa moralidad. Como en todo espíritu solitario, tras el cinismo con el que se defiende del azul claro del mundo, hay una capa de entrañable debilidad. Tras las certezas que parecía encerrar su media sonrisa se encerraban todas las dudas posibles, de ahí que se dedicara a ensayar las despedidas, sin anunciar su carácter fingido, como todos hicimos alguna vez, antes o después. De alguna manera nos consuela saber que a él tampoco lo entendieron. Hubiera bastado un quédate, sé lo que intentas, abandona la idea, esta obra nunca se representará.

Hoy, al morir el tipo que lo interpretaba y convertirse, definitivamente, en un icono sin referencia tangible, Dylan nos deja otro par de lecciones: Que la infancia es el fósil mejor conservado, siempre dispuesta a recordarnos quiénes fuimos para ayudarnos a comprender quiénes somos; que los personajes de las fábulas actuales se nos parecen cada vez más a nosotros –tal vez más guapos y ricos– lo que no impide que sigamos necesitando, como de pequeños, que se nos explicite la moraleja.

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