Memoria del frío

«Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo»

(Gabriel García Márquez. Cien años de soledad)

A las ciudades se las conoce en los días de niebla, cuando piedra a piedra van revelando sus secretos al peregrino recién llegado y su música, su ruido, se difumina entre las partículas de agua como un sonoro mecanismo de orientación. Es en medio de una atmósfera saturada de vapor, junto al retrato de un fresno en la lámina de un río, cuando le toca a los hombres ejecutar los planes que idearon una tarde de verano, embriagados del luminoso optimismo de un sol poniente.

No es posible sospechar el frío en una playa. Tampoco en una de esas muchas terrazas estivales que dan a un Mediterráneo que, aun inconcebible en los campos de Castilla, nos define como hijos de la calle y de los parques, del debate público, el trueque y el impúdico chismorreo. No es sencillo advertir sus efectos; la escarcha, la gripe, la cencellada, escuchando a un grupo de mariachis cantar una ranchera en la Puerta del Sol. No nos sale tiritar un mediodía de julio en plena Gran Vía de Madrid o calentados, al despertar, por el tacto de un cuerpo a noventa grados Fahrenheit.

Hace frío, en cambio, en las salas de espera de los hospitales, en los andenes del subterráneo y en las paradas de un tranvía de cuyo destino no estamos seguros. Se nos agolpan los recuerdos del hielo, y nos duelen las manos, que se vuelven ásperas antes de agrietarse, en cada gélido adiós, tras cada plan fallido; en la parada cardiorespiratoria que sigue a una respiración cortada. También en la conciencia de la soledad, el vacío o el paso del tiempo.

Como hace frío en medio de la niebla, aunque los termómetros marquen cinco grados y se halle detenido el viento que baja de la sierra. También allí, en la alameda, hace frío y no sirven de nada la lana y otros tejidos aislantes, ideados para condiciones parecidas, tal vez, pero no para el frío que se mece en la oscuridad de una mañana de otoño dejando ocultos a los habitantes de una ciudad que se asoma a cada uno de los movimientos de un viajero que recuerda los prados sobre los que se recostó una mañana de primavera a pensar en el futuro.

Las ciudades nos conocen en los días de niebla, a medida que nuestro perfil va distinguiéndose en medio de la bruma y el silencio (¿cantan los pájaros en los días de niebla?), mientras incumplimos los planes que hicimos sobre un campo primaveral o al borde de un mar que se retira de la costa a la salida de la luna. Su juicio, tal vez apresurado, se basará en la cadencia de los pasos o en lo erguido de nuestro cuello. También en nuestra capacidad para advertir, en el medio de las llamas de un mediodía de verano, la textura de un copo de nieve: la memoria del frío.

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