Yo, micrófono

El micro abierto de El Alcaraván se despedía anoche, quien sabe si para siempre, de las noches salmantinas. Y si el año pasado, también en su epílogo, le dediqué una suerte de memorias parafraseando el inicio de las Meditaciones de Marco Aurelio, esta vez el guiño, presente en el texto a través del título y algunos otros “homenajes” más sutiles, fue para «Yo, Claudio» de Robert Graves.

JUVENTUD

Eran tiempos difíciles, oscuros antes que luminosos, con más locos que sabios. Las máquinas habían impuesto su ritmo acelerado a los paseos, las digestiones y tertulias de los habitantes de la ciudad. La idea de camino perdía relevancia y en el foro cuatro ilusos seguían esperando a los bárbaros. Por todas partes listos fingían ser tontos y tontos ser listos, pero ya no era extraño que tontos fingieran ser más tontos todavía para poder convertirse en dioses.

Corría el año 100 d.p.m (después del primer micrófono) y en todos nuestros colectivos se alababa la figura del dios inventor, el gran apropiador de patentes –cazatalentos como él se definía–, Alexander Graham Bell. También eran tiempos centenarios para la modesta urbe de provincias en la que me afinqué. Su escuela de estudios mayores estaba a punto de cumplir ocho siglos y, como homenaje, en sus aulas volvieron a impartirse el trivium y el quadrivium, las siete artes liberales del Medievo.

Tras realizar varias giras veraniegas con grupos aficionados de música, el otoño de 2016 el Café Bar Alcaraván, situado en la Calle de la Compañía de Salamanca, decidió abonar la cláusula de rescisión y contratar mis servicios. Nada más llegar quedé fascinado con el portón de madera que sellaba su entrada y los cuadros de Escher que, a ambos lados del pasillo que conducía a las escaleras, intentaban hacernos dudar de nuestros sentidos. Ya arriba, en el altillo, lámparas de mimbre generaban un ambiente propicio para reflexionar, escribir o meterse mano.

En el contrato que firmé no me advirtieron que tendría que transducir el sonido de los tipos que todos los jueves se juntaban para un evento cuyo nombre, ya de entrada, me oprimía el diafragma. Para mi fortuna, el concepto de “micrófono abierto” no requería de intervención quirúrgica y mi función quedó limitada a dar cobertura acústica a escritores y músicos de distinta condición, sensibilidad e ideal político. Labios de diferente textura, acentos de geografías muy diversas, guitarras, violines, banjos, pianos, armónicas,… se aproximaron a mi rejilla haciéndome vibrar y conmoverme.

Y aunque mi mala memoria me impide citar todo sus nombres o evocar sus rostros, sí acuden a mi mente recuerdos nítidos de versos como puñetazos, notas de Ludovico Einaudi para hacer de las noches de invierno el hogar melancólico que tal vez deban ser, letras de promesas que nunca se cumplen en la boca de una mujer muy alta y muy rubia que luego triunfaría con el nombre –no sé si bautismal o artístico– de Isabel March.

En noches como aquellas aprendí la fórmula mágica que hace del microrrelato literatura breve, sí, pero literatura, con mayúsculas. Y el valor de la traducción como escritura derivada, tal vez, pero escritura y, por lo tanto, arte. También que la mezcla de lenguas en forma de canción pacifista en italiano, poema de Rimbaud o romance de Lorca no conduce a la confusión y el caos si quien la escucha, aunque no pueda decodificar palabra a palabra el mensaje, presta atención a los rasgos que hacen de cada idioma un lenguaje universal.

Aprendí también a apreciar los gestos sutiles que hombres y mujeres cruzaban ante mi vista dejando desnudos, sin protección, los infinitos matices del alma humana. No pude hacer otra cosa que observar el llanto disimulado de quien se dolía por el contenido de un tango, la ira del que se sintió injustamente tratado, el semblante impasible de quien vivía jugando una partida de poker aun sabiéndose derrotado, por mucho que viajara a Madrid. En torno a un café o una cerveza, sucesores del fuego como hogar de las historias, vi surgir una pequeña comunidad, tejerse los hilos de relaciones cada vez más complejas, crecer vínculos que, todos lo sabían, no podría soportar el arte.

Tampoco el tiempo. Una noche de junio, con los estudiantes repasando las últimas lecciones antes de sus exámenes, terminé mi colaboración con aquel grupo de soñadores, amplifiqué un último sonido que ahora mismo no podría repetir –han pasado muchos años–, pero que quiso parecerse, sí, de esto estoy seguro, a una palabra llana de dos sílabas.

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