Sobre el oficio

En busca de un empujón, no tanto creativo como efectivo –casi literal– para embarcarme en un nuevo proyecto de escritura que me llevará a encerrarme durante meses en mi oficina portátil, he invertido varias horas, el pasado fin de semana, escuchando y leyendo a alguno de los maestros del gremio. El viernes Luis Landero aterrizaba en el aula magna del Palacio de Anaya para dar una conferencia sobre el oficio de narrar y, esa misma tarde, adquiría en una de las casetas de la feria del libro De qué hablo cuando hablo de escribir, un título de Haruki Murakami que termina imitando, quizá demasiado, su obra De qué hablo cuando hablo de correr y que, en realidad, no hace otra cosa que abundar en las claves que ya entonces ofrecía sobre el día a día del escritor.

Rescato en primer lugar la idea del baciyelmo, esa que mezcla la realidad (la bacía del barbero) con la proyección imaginaria de la misma (la identificación con el yelmo de Mambrino que llevó a cabo Don Quijote). Estamos condenados a ser originales amenazaba Landero parafraseando a Sartre, aunque luego advirtiera que la imaginación no la regalan y nos informara de que su precio no es otro que mirar con los propios ojos, ser extremadamente conscientes de lo que sucede y alejarse del amparo de la costumbre, el mayor de los cobijos.

La del escritor extremeño fue también una invitación a tomar con precaución las atrayentes llamadas de lo abstracto. Citando a Emerson nos invitó a cultivar nuestro huerto, a ser irrepetibles en lo concreto, a hacer nuestros los sustantivos más ambiguos o grandilocuentes que podamos evocar. De esta manera, al pronunciar la palabra pasillo no debiéramos entender un espacio de tránsito ni apelar a la idea de trayecto o camino, sino reconocer un olor o una textura que nos transporten a un lugar concreto de nuestra memoria, tan concreto, al menos, como los personajes que protagonizan el recuerdo, su nombre y edad; sus miedos. De esto habla también Murakami, aunque las historias narradas a la lumbre en pleno invierno en la dehesa fueran, en su caso, los libros prestados de la biblioteca municipal de Kobe. El escritor japonés cree encontrar las bases de su innegable originalidad en el impulso que siente de transmitir la sensación de libertad que le proporciona escribir, la alegría que ello le proporciona.

Ante las cosas que observamos, como ante un rey, dice Landero a propósito del modo en que debemos acercarnos a la realidad, dejando que sea siempre ella la que hable primero. Y en esa misma línea se pronuncia el eterno candidato a Premio Nobel, extremadamente atento a los detalles, aunque reconoce tener dificultades para pensar rápido y procesar la información en el instante. Ya habrá tiempo. Ya llegará la pantalla del ordenador a actuar como nexo de unión entre lo mirado y la memoria. Porque a ellos, como a mí, les sucede que solo cuando escriben logran concentrarse, convocar los cinco sentidos del cuerpo y las numerosas derivadas del alma para lograr dar coherencia a las intuiciones. Humildad y capacidad de asombro, en definitiva. Eso y, como bien apuntaba el autor de Juegos de la edad tardía, no buscar ese país lejano en el que se suceden las historias de los cuentos hace mucho mucho tiempo, pues no hace falta remontarse tanto, no más allá de la infancia.

Dos consejos muy distintos para terminar. Murakami nos conculca a mantenernos en buena forma física, pues sin ella “se pierde agilidad mental, flexibilidad espiritual”. Landero, por su parte, nos invita a que en la redacción del más inservible borrador pongamos todo nuestro esfuerzo invocando para ello el vocablo “jeito”, que en su Alburquerque natal se mezclaba con otras voces portuguesas para formar una palabra de fonética híbrida, pero significado meridiano: dar lo mejor de uno mismo por el mero placer de hacerlo, eso que Raymond Carver resumió en uno de sus ensayos a través de la siguiente anécdota,

Cuando un amigo escritor me dijo que podía haber escrito algo mejor si hubiera dispuesto de tiempo, me dejó pasmado. Aún ahora, cuando lo recuerdo, vuelvo a quedarme estupefacto. Si eso que había escrito no era lo mejor que era capaz de sacar de sí mismo, ¿para qué escribía? Al fin y al cabo, lo único que podremos llevarnos a la tumba es la satisfacción de haber hecho todo lo posible, la evidencia de haber trabajado con todas nuestras fuerzas. En ese instante me hubiera gustado decirle: “Mejor dedícate a otra cosa. Aunque te ganes bien la vida con esto, hay trabajos más fáciles y honestos. En caso contrario, exprime al máximo todas tus capacidades y tu talento. Déjate de excusas y justificaciones. No te quejes.

Lo que parece evidente tras escuchar a Luis Landero y leer a Haruki Murakami es que narrar, dejar pruebas por escrito de historias que tal vez sucedieron –o que debieron hacerlo–, es más un oficio que un arte, una labor artesanal que se puede realizar con las persianas bajadas, pero que implica el mismo tiento, idéntica preparación y, como mínimo, el mismo esfuerzo que el que otros le dedican al mimbre, al barro o a los metales.

Voy preparando las lecturas y afinando la mirada. El aroma del café invade la atmósfera de la habitación. Empuño el martillo.

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