Lección de antropología

Si en otras ocasiones había viajado a Madrid provisto del mapa del geógrafo o el compás del arquitecto, esta vez lo he hecho con el cuaderno de campo del antropólogo en la mochila, procurando observarlo todo con la empatía que los caracteriza y diferencia dentro de un mercado laboral tan competitivo. Resulta que, harto de imaginar sucesos excepcionales en los diferentes rincones de la urbe madrileña, de adivinarle un don a cada transeúnte, suponiéndolo a veces actor, a veces trabajador de Primark, me he decidido a poner el foco allá donde definitivamente descansan los pilares de toda gran ciudad, es decir, en los hombros, no precisamente de gigantes, sino en los del homo normalis.

Este eslabón, recientemente consolidado dentro de la cadena evolutiva, habita en cavernas de cuarenta metros cuadrados que se enfrían rápidamente en invierno y sirven para cocer el pan en verano. Madruga siempre a la misma hora, haya o no sol en Levante, y come apresurado para regresar con tiempo a la granja, lugar en el que realiza diferentes tareas a cambio de un poco de grano con el que abonar los derechos a habitar la cueva. En el trayecto entre la granja y la gruta, único momento del día en el que se permite recordar su pasado nómada, se detiene a canjear parte de la soldada por alimentos que completarán una dieta desproporcionada en grasas y calorías, superávit que intentará compensar, en vano, en un lugar llamado gimnasio. Cuando regresa al hogar, haya o no sol en Poniente, se sienta frente a un televisor, moderno sucesor del fuego que, además de iluminar, ha asumido la función de contar historias calentándolo así, de un modo metafórico, especialmente si la programación incluye escenas subidas de tono o tertulias sobre política o fútbol.

Esta especie se sirve de diferentes uniformes para que sus congéneres comprendan de un solo vistazo cuál es su misión en la vida: si ordenar el tráfico, expender recetas, arreglar aceras, tramitar papeles,… De su caverna de origen en Provincias conserva algunas imágenes reveladas y el recuerdo del olor de algunos guisos que, en ocasiones, mientras deglute comida realizada por homos normalis disfrazados de cocineros, echa de menos. Por lo demás apenas conserva memorias de su infancia, pues estos fotogramas han sido debidamente borrados gracias a un ritmo de vida acelerado y estresante en beneficio del rendimiento en la granja y en el matrimonio, pues toda comparación con el pasado lactante llevaría a la ensoñación y al dolce far niente en vez de al ora et labora benedictino, un lema que sigue imponiendo el régimen capitalista pese al homicidio de Dios perpetrado por el homo filosoficus.

El homo normalis emplea un vocabulario reducido, técnico la mayor parte de las ocasiones. De él se sirve para criticar al homo normalis disfrazado de policía que le puso una multa, o al homo normalis vestido de futbolista que falló un gol a puerta vacía. A través de él construye un discurso pesimista y nostálgico al que pondrá punto y final al conjurar la palabra más veces utilizada al cabo del día: cerveza. Este vocablo, que define una bebida producto de la fermentación de distintos cereales, se toma en medio de rituales que tienen lugar en esos santuarios que, en un ejercicio de economía lingüística, los chamanes de la época llamaron bares. En ellos, además, se repiten como mantras las ideas de los homo normalis pero listis, los mismos que los convocan a las urnas cada cuatro campeonatos de liga para que puedan elegir de qué modo injusto y desigual va a ser gobernada la tribu.

No muy lejos de ellos, compartiendo acera en Gran Vía o terraza en la Plaza Mayor, se encuentran los homo artistis, tipos que viven en estancias alquiladas dentro de las propias cavernas y que se reúnen en bares algo más sofisticados llamados cafés. Estos, a diferencia de los homo normalis, ni madrugan ni comen, debiendo acudir a El Retiro a mendigarle a las palomas migas de pan. En sus maletas, hogares en tránsito, viajan orlas y diplomas de licenciados o graduados amén de otras muchas condecoraciones en idiomas y distintas habilidades artesanales.

A diferencia de los homo normalis, los homo artistis manejan un amplio vocabulario, fruto de la ociosidad con la que se desenvuelven en la colmena madrileña, siempre ávida de historias autobiográficas en las que el autor se escuda en su falta de talento, capacidad de trabajo, inteligencia práctica, caracteres hereditarios o ambición. Así, de esta manera, practican su capacidad retórica mientras envían manuscritos a editoriales, hacen propuestas a museos para que alberguen sus exposiciones o se pasean de casting en casting renegando de su verdadera condición de homo normalis disfrazado de bohemio caradura, vestidura de la que sus padres están deseando verlos despojados a través de la preparación de una oposición o el aprendizaje de un oficio honrado.

Finalizada la visita de campo, de regreso en el tren, pude comprobar cómo diversas líneas de investigación financiadas por programas europeos coordinados por homos tecnologicus y pragmaticus apuntan a la extinción del homo artistis a manos del homo normalis, mejor dotado económicamente y mucho más inconsciente de lo que supone el engendramiento de nuevos seres gracias a su carencia de lecturas nihilistas, existencialistas o distópicas. Durante el trayecto me propuse elaborar contraargumentos para desmontar su teoría. Ello, hasta que observé de frente a un homo normalis disfrazado de empresario hostelero invadiendo el pasillo con su pierna izquierda, emitiendo sonidos desde lo más profundo de su diafragma y soñando con el guiso que le estaría preparando su madre en esos instantes. Como podréis comprender, no tuve otra que aceptar las conclusiones del artículo. Ello y prometerle a mi padre que la próxima vez que regrese a Madrid será para examinarme de una oposición.

Deja un comentario