No todo estaba perdido

Cansado de escuchar a mis contemporáneos hablar de las últimas series de estreno en HBO o Netflix, para las que ni mi agenda ni mi voluntad se encuentran preparadas, tras varios intentos frustrados de reencontrarme con el cine en las salas del centro de la ciudad, como un ser errante al que le han robado el rifle, el caballo y la última gota de agua y, casi, de esperanza, el canal TCM –ese manantial al que siempre recurro cuando los labios se me estrían y el paladar es incapaz de emitir una señal de socorro– me liberó del abismo ofreciéndome una de esas películas que siempre había deseado ver, esa fuente que resucita al viajero cuando todo parece perdido.

El inicio de La Balada de Cable Hogue nos habla tanto de la poética de su director, Sam Peckinpah, como tan poco de la biografía del protagonista, un hambriento buscador de oro del que como, tantos y tantos personajes encarnados por Bogart en los 30 y 40, no sabemos nada, ni tenemos por qué. Con una fotografía espectacular de un vasto desierto y con un terrorífico plano-detalle de un balazo a un pobre lagarto, comprendemos que ante nosotros no hay una epopeya al estilo de Grupo Salvaje (película rodada unos meses antes por el mismo director), pero tampoco una mera sátira (aunque no falte la vis cómica) que ironiza sobre el crepúsculo de esa forma de vida que tantos Westerns nos enseñaron con un realismo si acaso más jocoso.

La película, como tantas otras, no deja de narrar una historia de amor entrelazada con un anhelo de venganza hacia aquellos que quisieron enterrar en vida, en una enorme tumba de kilómetros y kilómetros de arena, al antihéroe que da nombre a la cinta. Además, aunque sin la violencia explícita que enseña en Perros de Paja o Quiero la cabeza de Alfredo García, La Balada de Cable Hogue está repleta de marcas de identidad del director que mejor nos ha mostrado el hueco que deja la soledad en el corazón de los hombres, el diminuto tamaño de las misiones humanas en comparación con el devenir de la naturaleza, ese intercambio de almas al que tantas veces se refiere el estrambótico reverendo amigo del protagonista.

Incapaz de leer el rótulo donde se anuncia la oficina de registros en la que desea inscribir los dos acres de tierra que se puede permitir pagar en torno a la salvadora fuente de agua con la que se ha topado tras penar cinco días por el desierto, Cable Hogue hace valer una suerte de sabiduría más intuitiva y a la postre práctica para prosperar económicamente y acceder con éxito al alma de Hildy, la prostituta del pueblo más cercano, a la que nunca llega a pagar un triste dólar. La confluencia de ambos personajes, de ambas existencias solitarias, de un trotamundos y una puta con aspiraciones de encontrar un ricachón en San Francisco, dará lugar a alguna de las escenas más bellas que yo recuerdo. Y no hay duda de que el “Hildy, a ti nadie te ha visto antes” con el que Cable cierra un diálogo para la eternidad, es una de las frases que engrandecen la historia del cine.

Como lo hace en el fondo cada segundo de metraje de esta película que nos habla de la supervivencia, de la socialización del último hombre libre, al margen de la burocracia mercantil, del crepúsculo del “viejo” Oeste, del amor con todas sus contradicciones y su esencial extrañeza y de la muerte, en definitiva, de un estilo de vida, que se vuelve real y en cierta medida trágica, con la metáfora que cierra la cinta. No desvelo nada si digo que Cable Hogue yace enterrado bajo la pequeña hacienda que él mismo levantó. Cualquiera lo sabría tras el primer minuto de esta sobresaliente película que no esconde nada bajo su particular y emocionante lirismo.

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