Navidad, año 30

Treinta navidades después, unas veinticinco con conciencia de mí mismo, alrededor de veintidós con uso de razón y cerca de diez como militante escéptico, creo que puedo hablar con cierta perspectiva del contenido de estas fiestas, al menos desde las coordenadas geográficas desde las que escribo por más que, allanado el mundo con la tecnología apisonadora norteamericana y oriental, la costumbre local, el villancico y el órgano de maese Pérez carezcan ya de importancia.

Así, al menos en la meseta que cercena el río Duero, donde los puntos kilométricos y algunos poblados siguen advirtiendo de algún modo la presencia humana, la navidad es ante todo un compromiso familiar y social, una expectativa continua de gozo y calidez, de encuentro y ofrenda. En estas fechas la propia existencia maquilla sus faltas, corrige sus defectos esenciales intentando desplegar un atractivo que, a fin de cuentas, solo le encuentran los niños, profesionales de la fantasía, hacedores de monstruos infinitamente más salvajes y grotescos que los invitados que acuden a su mesa dispuestos a reprochar que ellos gateen por encima de sus zapatos, limpios para la ocasión.

Imbuidas en este proceso de transformación, las ciudades se visten de luces para iluminar a sus habitantes y encerrarlos en los comercios, allá donde se les dará una muerte dulce, indolora. Pero tranquilos, todo encuentra un sentido y una justificación en la tradición judaica, o en un mito popular posteriormente cristianizado y, de nuevo, paganizado: San Nicolás de Bari. Lo que no dicen es que todas las acciones de este obispo estaban guiadas por una solidaridad intuitiva, una filantropía naturalmente generosa que en nada tiene que ver con la compra compulsiva, el regalo protocolario, las expectativas megalómanas que caracterizan el comportamiento de los ciudadanos en la actual navidad. La secularización de las fiestas ha conducido a la divinización del ser humano. No hay oro, incienso y mirra suficientes para atender a cada pequeño dios en la Tierra.

La ornamentación de la Plaza Mayor de Salamanca es el más vivo ejemplo de esta pérfida evolución que, en muy pocos años, ha convertido a esta entrañable tradición en la fiesta del consumo disparatado, del amor artificioso y la generosidad de telediario o red social. Una grabación acelerada tomada desde una cámara fija situada en cualquiera de las esquinas de este precioso recinto porticado mostraría belenes, árboles, adornos navideños y, finalmente, cajas de regalos, un “the end” al más puro estilo Apocalypse Now que pone de relieve, no solo el definitivo sepelio del origen cristiano de la festividad, sino una absoluta falta de pudor para con el muerto.

A pesar de todo, no me cabe ninguna duda de que los más felices, en estas fiestas, son los que acataron el verdadero artículo 155, ese que suspende la autonomía personal y pone en tela de juicio la emancipación de toda una sociedad de clases que dejó atrás el Antiguo Régimen, pero que inaugura a diario nuevas formas de esclavitud. Una sumisión voluntaria, seguida de una renuncia a la lucha y al autogobierno personal, es una garantía de bienestar, de ausencia de preguntas incómodas y dolores de conciencia. Sin embargo, incapaz de asumir una posición activa y beligerante ante esta cuestión, inmerso como estoy en ese proceso de despasionamiento del que acuso a la madurez, creo que hay otra opción menos vergonzante para pasar estos días: el exilio interior.

El exilio interior, sí, sin connotaciones políticas, pues la batalla es en todo caso cultural y el enemigo, aunque puede que en el pasado fuera el mismo con distinto nombre, la ignorancia. Un exilio o recogimiento al amparo de los libros, conversando con los amigos, enviando correos a quienes hace tiempo que no vemos, acudiendo a las salas de cine de toda la vida (aunque sean menos cómodas y el sonido menos limpio), comiendo lo de siempre, celebrando la existencia del arte y la cultura, jugando con el respeto que sentíamos por el juego cuando éramos niños. Y en mi caso, además de contagiado de una enfermedad crónica, el baloncesto, tomando pequeñas notas, diseñando mentalmente personajes, asistiendo al teatrillo navideño desde el otro lado del río, camino, por qué no, de Belén.

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