Receta para la ausencia

Lo confieso, no he consultado demasiadas fuentes antes de atreverme a afirmar que vivimos en el tiempo en el que el amor es más libre y la muerte “temprana” menos probable. Para validar la primera proposición bastaría con contrastar la situación actual con épocas no tan remotas en las que la dependencia jurídica y la ausencia de autonomía económica invitaban a las mujeres a encontrar un marido, al tiempo que las consignas morales, monopolizadas por una iglesia católica heredera de Trento, desaprobaban la soltería y cualquier otra forma de vida “disoluta”. Del otro lado, los varones, voluntariamente impedidos para la tarea doméstica y el cuidado personal, depositaban sus esperanzas en el hallazgo de una buena esposa, cuya principal virtud había de ser la abnegación y la falta de criterio propio. Por otra parte, la escala en la que se desarrollaban las relaciones personales, generalmente en comunidades rurales fuertemente homogéneas, reducía mucho el “abanico” de posibilidades a nivel genético, adaptativo e, incluso, socioeconómico. No es raro, en medio de este panorama, que los padres se conformaran con que sus hijos se casaran con una buena persona: honrado y poco bebedor; responsable y buena madre. Todo ello sin negar que el amor, en el pasado, cual ingenio en períodos de escasez, alcanzaba, en relación con el presente, y por muchas de las cuestiones antes criticadas, cotas mucho más elevadas de lealtad y fidelidad.

En cuanto a la segunda proposición, es evidente que, al menos desde un punto de vista occidental, la ausencia de guerras en el terreno, el control de las epidemias, la mejora de las condiciones higiénicas y sanitarias, sumada a la implantación de hábitos de vida saludable, han hecho de la muerte temprana una posibilidad remota. Quizá sea este bajo porcentaje el que explique por qué esquivamos su verbalización, por qué callamos cuando planea su idea. O por qué, simplemente, negamos su existencia.

Sirva en cualquier caso esta introducción, basada en los dos axiomas que la presiden, para recalcar, en el día de Nochebuena, cómo la ausencia, la pérdida definitiva, el punto final de las caricias y los abrazos, de la construcción de nuevos recuerdos compartidos, define numerosas vidas particulares, el día a día de viudos y viudas, huérfanos y huérfanas, hermanos que se sienten mutilados por la ausencia del otro, nietos que, sin sus abuelos, se perciben incapaces. Es más, en conexión con esta nueva consideración del amor como algo elegido libremente (aun en el caso del amor “natural” o consanguíneo asistimos a la necesidad de validación de los hijos para con sus padres o hermanos y a la posibilidad efectiva e igualmente trágica del repudio), despojado de todas las cadenas y yugos que lo definían hace unas décadas, y con la deliberada evitación o ignorancia de los estragos y traumas vinculados a la muerte, la pérdida, contra todo pronóstico, ha adquirido una entidad superior, una dimensión difícilmente soportable en cuanto que el hedonismo, filosofía reinante, se ha dedicado a hacer desaparecer la simple posibilidad y, por lo tanto –qué sentido tendría–, ha abandonado la opción de educar en el duelo u ofrecer herramientas para desenvolverse a través de él y vivir a pesar de todo. Muchos de ustedes discreparán si les digo que nos equivocamos cuando evitamos que los niños acudan a los funerales, tal vez avergonzados de mostrarles el envenenado regalo que les ha sido concedido, y cuando fabulamos cielos o paraísos en los que habitarán eternamente sus mascotas. Como entrenador, creo firmemente en la práctica. Como amante del cine y el teatro, en el valor de cada ensayo.

Aun así declaro mi comprensión por todos aquellos que en estos días pronunciarán la nostalgia por los que ya no están elevando la melancolía a la cúspide de sus emociones. Es normal, cuesta aceptar que la vida, uno mismo, se transforma cuando sucede un acontecimiento luctuoso que nos toca de cerca, que nos golpea en el hígado y nos manda a la lona. Y me solidarizo también con los que callarán su dolor y tratarán de darse a entender con gestos muy simples, con muecas que, en su universalidad, reclaman soledad y descanso. Mi comprensión para todos ellos. Mi comprensión, sí, pero más a modo de aquiescencia que de verdadera aceptación.

Y es que con el paso del tiempo uno descubre que no es necesario vestir de negro o poner el foco en la herida, que el olvido, además de no ser nunca el objetivo, es materialmente imposible. Más aún, que el amor, aunque se alimente del pequeño gesto, el momento compartido y la posibilidad del encuentro, es ante todo una creación humana que parte del individuo y se expande fuera de él hasta terminar regresando. No creo en un cielo reparador ni en un infierno en el que purgar nuestros pecados, pero sí practico la fantasía para mantener vivo el calor que me aportaban todas aquellas personas que fueron importantes en mi vida y que, aunque me gustaría que siguieran regalándome su presencia física, acojo gracias a la imaginación en este relato que es, en el fondo, nuestra vida, y que se alimenta de todas nuestras experiencias físicas, pero también de la recreación de todas las emociones que el pasado nos proporcionó y que siguen formando parte indisoluble de nuestras biografías. Como buen Quijote, yo también creo en todas las novelas que he leído. También en la que yo mismo protagonizaba sin darme cuenta y en todos sus personajes, incluidos los que abandonaron la trama. No, no es que se fueran muy lejos, es que, en la medida en que son lo que nuestra imaginación quiere que sean, siguen vivos. Tan vivos como lo están cuando cerramos un libro, los ojos y, por azar o sueño, dormimos.

One Reply to “Receta para la ausencia”

  1. Me veo reflejado en tus palabras, ha sido un año duro con más de una pérdida. Muchas gracias Juanjo.

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