Missing Quarantine

En un caso particular de síndrome de Estocolmo, en el que el secuestrador es cuanto menos polimorfo, pudiendo mostrarse como un virus, un estado, una conciencia colectiva o ciudadana o un temor tan racional (la amenaza existe) como irracional (no está en todas partes) a contagiarse y contagiar (noten la diferencia entre las voces pasiva y activa con la que se divierte nuestro subconsciente), se han reportado casos de ciudadanos que ya echan de menos la cuarentena, el estado de confinamiento sin excepciones ni alivio en el que vivíamos instalados antes del fatídico domingo 26 de abril en el que los niños menores de 14 años pisaron la calle iniciando la fase cero de la desescalada, el retorno a la vieja Rivendel, ahora conocida como New Normality.

Hasta cierto punto es lógico, declaran los expertos, pues al síndrome de Estocolmo indeterminado se une el síndrome de Peter Pan (o el de Wendy) que afecta a muchos adultos que han vuelto a sentirse como niños castigados sin salir de casa y han resucitado, tras reunir las siete bolas de dragón, a sus amigos imaginarios, a quienes la molesta cordura, disfrazada de madurez, había enviado camino del Hades. Y no conviene olvidar tampoco la idealización de lo ya acontecido o síndrome de Jorge Manrique, ya saben, cualquier tiempo pasado fue mejor. Y súmenle a todo ello el temor al futuro, y no me refiero al uso de las mascarillas, el respeto de la distancia interpersonal o el uso de bacterigeles, sino el regreso al trabajo, las visitas a familiares, la apertura de bufetes de abogado y gabinetes psicológicos.

Es cierto, no ha habido dos cuarentenas iguales y toda generalización sería injusta dadas las diferentes dimensiones del receptáculo, el sentido del humor de los acompañantes, si los hubiera, la calidad de las recetas practicadas, o la temperatura de los mensajes de todos esos ex que han querido manifestarse de nuevo en su vida pidiendo paso al suponer que la convivencia podría hacerse extremadamente dura al no gozar de espacios y tiempos muertos para el asueto. O que, por el hecho de haber permanecido lejos de sus parejas, tal vez compartieran la misma necesidad de morbo, una sana curiosidad.

Lo cierto es que tememos la libertad, aunque salgamos en su defensa a través de Twitter mientras aceptamos como válidas, una a una, todas las convenciones que nos amarran y el infierno, que son los otros, quienes, al definirnos con su mirada, nos limitan y constriñen. Tememos la libertad y tememos el propio temor cuando sentimos miedo del virus, la enfermedad y la muerte. En el Día de la Madre colgamos fotos de cuando éramos pequeños para alabar la heroicidad que supone dar vida pero también para recuperar la extraña calma de percibirlo todo sin ser conscientes de nada. En realidad, cada foto es un pequeño abrazo que nos damos, un deseo, que no nos atrevemos a expresar, de regresar a la placenta y poner el contador a cero.

No deben sentirse culpables si hoy, 3 de mayo, desean íntimamente que el calendario regrese al 14 de marzo, no solo para que todos los que han muerto sigan vivos por unos pocos días que entonces eran infinitos por ignorados, sino también para regresar a la certeza que aportan la cueva, por diminuta que sea, el fuego, por poco que caliente, la norma clara y el rezo diario a los dioses y a los difuntos, aunque sea en forma de aplausos. No se sientan mal si ya echan de menos la cuarentena.

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