Insatisfechos

Nosotros no nos realizamos nunca. Somos un abismo que va hacia otro abismo: un pozo que mira al cielo.

Letanía. Fernando Pessoa.

Al cabo de unas pocas semanas, el paseo dejó de ser un alivio eficaz. Salir a correr nunca lo había sido, aunque nos agolpáramos en senderos y bulevares. Vernos a través de una pantalla, desvestirnos con nuestras propias manos, no nos hizo exhibicionistas ni voyeurs. Cuántas veces, aquellos días, hablamos en pasado de nuestros cuerpos, de su vigor y tersura, avergonzados por su abandono.

Pasados unos meses, conversar con los amigos empezó a ser aburrido. Culminado el interrogatorio ritual, comprobamos que llevábamos mucho tiempo dedicados a actividades tan concretas, definidas, especializadas, que carecíamos de los universales con los que jugábamos en la infancia, un tema que también agotamos. Incluso nuestra memoria parecía convaleciente despojada de los registros sensoriales con los que se alimenta, exigida por tantas cifras y fechas que no nos harían mejores, y lo sabíamos.

Cada vez eran más neblinosos los recuerdos del Sena y el Garona, los de las playas africanas y las medinas, siempre por encima del aforo permitido. Nunca más se estudió el significado de la palabra zoco. Desapareció de la historia como lo hicieron muchos acontecimientos previos al virus, que quedaron resumidos en edades: la del grafito, la del coltán, la del silicio. Muy pocos nombres sobrevivieron a la hoguera metafórica en la que fue incinerado el pasado, un anciano inútil que solo alentaba rencores con sus cuentos de sobremesa y al que dejamos morir, como a tantos otros.

Transcurrió un año y aún seguíamos esperando los remedios, la vacuna, descuidando, una vez más, lo que habría de venir mientras repetíamos sin darnos cuenta ─habíamos olvidado el pasado─ lo que nos parecían nuevas y sorprendentes predicciones. Una vez más perdimos la fe en nuestros gobiernos, enterramos a dios y nos ubicamos a hombros de gigantes que intentaban, sin éxito, hacer lo mismo. La vaguada se hacía cada vez más honda por defecto de esperanza. El objetivo inicial, doblegar la curva, quedó reformulado: debíamos iluminar el abismo.

Lo intentaron químicos expertos. Sus luminarias daban luz, pero consumían el oxígeno. Los geólogos comprobaron las propiedades de la roca madre e idearon concienzudos planes de escalada que un pequeño sismo, también inesperado, volvió inútiles. Agotadas las vías científicas, psicólogos y profetas se apropiaron del discurso: unos hablaban de metas a corto plazo y otros de mesías que habrían de llegar en generaciones. Finalmente llegó un hacedor de cuentos, así lo habían rebautizado ante el olvido en el que había caído su actividad, quien comenzó a leerles un relato: al cabo de unas pocas semanas, el paseo dejó de ser un alivio eficaz. Salir a correr nunca lo había sido, aunque nos agolpáramos en senderos y bulevares.

Deja un comentario