Volver a empezar

Volver a empezar, película con la que José Luis Garci ganó el Oscar a la mejor cinta extranjera en 1983, es ante todo una obra nostálgica sin interés profético. Con el Canon de Pachelbel o el Begin the beguine de Cole Porter coprotagonizando escenas rodadas en el Gijón de la recién nacida democracia, uno puede echar de menos períodos ya acontecidos, anécdotas ya vividas y contadas, ser joven o poder serlo, que es lo que soñamos también cuando somos niños y no nos dejan tomar decisiones. Pero no viajar al futuro.

Sin embargo, su título y el juego de palabras de la canción de Cole Porter, quien buscaba hacer equivaler el “beguine”, un tipo de baile, con el inicio de algo, ha sido, a la postre, enunciativo y anunciador. En ese preciso bucle, el de volver a empezar, nos encontramos muchos. Hagan, si no, memoria, y recuerden cómo ordenadores y videoconsolas cada vez más potentes dejaron obsoletas nuestras viejas herramientas de juego y pretendieron suplantar, también, nuestra imaginación. O cómo se sucedían los paradigmas educativos, las competencias, las inteligencias múltiples, con nosotros actuando como dóciles ratones de laboratorio. Y cómo se abrió y se cerró, casi de inmediato, la posibilidad de alternar en las calles. Y cómo debimos adaptarnos también a los nuevos procesadores, los nuevos formatos de grabación y reproducción musical, con sus nuevos lenguajes, entre ellos el inglés, que ahora hablamos y leemos con facilidad pero casi siempre sin matices, sin humor ni ironía.

Luego llegó la crisis de 2008, previa a nuestra incorporación al mercado laboral, cuando hasta el tío Pepe tenía ya compradas dos casas con el dinero de los cementodólares y los fondos europeos, lo que luego terminaría por encarecer el acceso a la vivienda, al incrementarse artificialmente un valor que nunca debió ser otro que el de alojar seres humanos a un precio razonable. En 2008 descubrimos que nos habían educado para la inocencia, la diplomacia y la ingenuidad en un mundo regido por el cinismo y las reglas de quienes no cumplen las reglas: cuando quisimos salir al ring no llevábamos ni los guantes puestos.  

Ahora llega el coronavirus y solo unos pocos de aquellos púgiles pueden hoy respirar tranquilos. Al menos por ahora, mientras sirvan sus carnés de funcionario o haya que interpretar y reformular los lenguajes informáticos o el big data. Ni siquiera la creatividad, esa imaginación heredada de aquellas tardes de verano en la que nos presentábamos en el parque sin más útil que nuestras manos, podrá salvarnos esta vez. Entre otras cosas porque además de para la diplomacia, la inocencia y la ingenuidad, la televisión y otros medios de retroalimentación del imaginario colectivo (caricaturizado, por lo general, hacia lo grotesco) nos inocularon el valor de lo práctico y lo imbécil, categorías que no están enfrentadas.

Lo peor de todo es que esta vez el Molinón está cerrado y Ferrandis no podrá regresar a su templo gijonés. Tampoco Jardiel-Poncela a sus cafeterías, donde celebraba y reproducía el ruido de la nación española. El ruido que tampoco podremos escuchar ahora los de la cassette, el diskman, el mini disk, el mp3, el iPod, el Spotify y el fonógrafo. Conocíamos de sobra la violencia de la no respuesta, la indiferencia ante nuestros logros académicos, la sensación de ser impostores en sectores dominados por arrogantes majaderos y sin escrúpulos. Sumen a todo ello, cuando decidan que es hora de volver a empezar, la imposibilidad legal del abrazo.

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