La última baja

Pocas fechas antes de morir, el filósofo Zygmunt Bauman dejó por escrito la siguiente afirmación: “en la práctica de la política de la memoria, futuro y pasado han intercambiado sus respectivas actitudes”. El pasado, otrora sólido de aspecto marmóreo, es ahora una porción de arcilla fresca lista para ser moldeada al antojo de la nostalgia. Por su parte, el futuro, antiguo celuloide virgen al alcance del más pobre adolescente, se ha incorporado a la lista de bienes comerciales y, como sucede con tantos otros, su precio nos resulta demasiado caro.

Todo avanza muy deprisa: la tecnología, el cambio climático, la neurociencia, los conceptos socioeconómicos, lo moralmente aceptable. Los colegiales se preparan para un puesto de trabajo que aún no ha sido inventado, mientras los estudiantes de segundo de bachillerato se ven forzados a elegir grados que tienen próxima su extinción. Las parejas que hacen el amor frente al fuego de una chimenea intuyen, a juzgar por las estadísticas, que pronto los fluidos que ahora intercambian se transformarán en demandas de divorcio. Películas, novelas y esculturas se maquillan para su fiesta de tres días antes de convertirse en el vago recuerdo de un vago recuerdo.

No creo que la sociedad se haya vuelto generosa con políticos corruptos o delirantes, con las élites insensibles y unos medios de comunicación cada vez menos comprometidos con la información. Resulta que sabemos más. Canales de YouTube, enciclopedias on-line o revisiones más o menos afortunadas de distopías con casi un siglo de vida, nos permiten adivinar que todo esfuerzo por alterar el devenir de las cosas es un intento vano, iluso, ingenuo, inocente, absolutamente gilipollas. Y entre lo mucho que sabemos, sabemos por encima de todo que no queremos ser solidarios, altruistas, soñadores o críticos si los demás no lo son en igual medida que nosotros, si no arriesgan en idéntica proporción su fama, credibilidad u honor.

Así pues, para no parecer idiotas, estúpidos o tontos del bote evitamos abanderar la lucha por la permanencia en el currículum de materias como la filosofía, la música o la literatura, aceptamos que el tiempo que antes le dedicábamos a la lectura lo ocupen GIF´s, debates artificiales sobre política o deporte, humor simplón, cuando no banal, que haría enrojecer a los Chaplin, Marx, Wilder o Lubitsch de turno, los referentes de una época en la que todavía se podía ser creativo, inteligente, imaginativo y, por lo tanto, gilipollas ganando una pasta por serlo.

La conjunción de vanidad autocomplaciente y adormecimiento social. La comprensión de los procedimientos tecnológicos en paradójica conexión con la ignorancia sobre sus orígenes y consecuencias, se unen a la reubicación de la utopía en el pasado para rubricar el adiós definitivo al futuro. Poco o nada podemos hacer por el mundo que dejaremos a nuestros hijos –salvo no tener hijos–. Conociendo mejor que nunca el pasado, nunca habíamos estado menos seguros de que se repitan sus más fallidas experiencias piloto. Sabiendo tanto de física y química, se nos hace imposible prever qué características tendrán nuestros herederos humanoides, los sucesores del Sapiens Sapiens, los hijos que devorarán a Saturno.

En el mejor de los casos, el futuro habrá sido la última baja de esta guerra civil. Apenas lo notarán unas cuantas conversaciones, unos cuantos guionistas de Hollywood, que ya sabrán readaptar alguna saga o sacar del último personaje secundario un último spin off. En el mejor de los casos no importará y el futuro morirá como el soldado de la novela de Erich Maria Remarque, en un día tan tranquilo que el informe de los medios se limitará a la frase: “sin novedad en el frente”.

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