Lo que dura una hamburguesa

Sobre todo, no olvidemos que la cultura es intensidad, concentración, labor heroica y callada, pudor, recogimiento antes, muy antes, que extensión y propaganda.

(Antonio Machado)

Este relato –llamémoslo así– nace de la ingesta en solitario de una terrible hamburguesa con vistas a la Plaza del Azoguejo, centro neurálgico de la actividad mercantil en la ciudad de Segovia, núcleo urbano de origen celtíbero situado en la confluencia de los ríos Eresma y Clamores, famoso por las huellas que en él inscribieron los romanos, sede de las tres culturas medievales y nuevo barrio de Madrid, del que le separan veinte minutos en Alvia. Ello frente a un ventanal por el que penetraba el sol, pero sin ángulo para apreciar la complejidad arquitectónica del acueducto, una obra de ingeniería civil surgida con fines eminentemente prácticos a la que la UNESCO reconoció un valor artístico y patrimonial en 1985.

Pasear por Segovia es descubrir, pisada a pisada, el conjunto de escrituras que componen un palimpsesto. El nombre de sus calles pone de relieve las deudas históricas contraídas con musulmanes, judíos y cristianos. Su recorrido, sinuoso, una falta de planificación que ahora tacharíamos de impropia o chapucera, pero que al mismo tiempo evidencia que antes, por lo que fuera, por ser menos o por carecer de estado y burocracia, todo el mundo tenía acceso a una vivienda. Me gusta de Segovia que sea consciente de su caótica medievalidad y anuncie en el vértice de cada manzana dónde quedan la catedral, el museo de los títeres, el Alcázar o la casa de Antonio Machado.

Ayer llegó a esta población, con objeto de posesionarse de su cátedra de Francés en el Instituto General y Técnico, para la que recientemente fue nombrado, el vigoroso y culto poeta Antonio Machado, que en hermosas estrofas ha sabido cantar las grandezas de Castilla, de la que es un ferviente enamorado. Enviámosle nuestro más afectuoso saludo, y mucho celebramos que encuentre grata su estancia en esta vieja ciudad castellana, donde seguramente hallará motivos de inspiración el genial poeta. Así recibían los segovianos, en boca de su periódico de referencia, el Adelantado, la llegada del escritor. En esta breve nota cabe destacar el estatus reservado a los poetas, el gusto por el adjetivo, el diferente uso que la palabra “vieja” tenía hace casi un siglo. Hoy esta nota sería un tuit y las hermosas estrofas, un pasatiempo inútil rechazado por cientos de editoriales.

Son los signos de los tiempos, los mismos que permiten a un tipo con el pelo de punta y gafas de sol último modelo “marcar paquete” ante una joven hablando de su visita a la catedral de San Pedro en Moscú (subrayo San Pedro para que no se les pase); o a los turistas mirar el Alcázar y no hacer otra cosa que discutir las bondades del menú de la noche anterior, la calidad del colchón o las molestias que el nacimiento de los primeros dientes le están causando a sus hijos. O a Cándido, famoso por su restaurante y la receta del cochinillo, erigirse en verdadero señor de estas tierras. A veces me da la sensación de que en los cánones actuales de la cultura sobreviven en mejor estado las necesidades manifestadas en el Paleolítico que los conceptos más intrincados de la estética clásica o del racionalismo científico.

Y así muere este relato –llamémosle así– (perdonen el leísmo, llevo horas en Segovia), con el último mordisco a la hamburguesa, tras la degustación de un delicioso café con leche servido por una camarera de rasgos latinos en la Colonial, mientras a mi espalda degluten cochinillo familias paleolíticas del siglo XXI y, a través de una de las arcadas que sujetan en armónico esfuerzo el peso del acueducto, veo la luna, creciente, desafiar el fulgor de los rayos del sol.

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