Aracataca del campo

El otro día traje al primer plano de mis pensamientos un pasaje de Vivir para contarla, la primera parte de las inacabadas memorias de Gabriel García Márquez. Un Gabo ya adulto regresaba a Aracataca junto a su anciana madre para poner en venta la casa familiar. El pueblo, un mero recuerdo de lo que un día fue, no se parecía a aquel en el que pasó la infancia. El agua no corría por las fuentes, los niños no jugaban en los parques, los colores de las fachadas se habían ido gastando por el golpeteo incesante del polvo en suspensión hasta convertirse en una variante matizada de los originales. A su regreso, Aracataca había pasado a ser un topónimo polisémico que designaba dos localidades situadas en las mismas coordenadas geográficas pero separadas por un vasto espacio de tiempo.

Siempre me ha gustado haber nacido en Medina del Campo, tener que explicar en Salamanca mis orígenes vallisoletanos tratando de evitar el peaje que podría haberme costado haberlo hecho en la capital pucelana, con quien media una rivalidad anclada en la tradicional pugna entre fuerzas centrífugas y centrípetas, en el desigual reparto del pastel. Lo cierto es que no la visitábamos mucho, solo una vez al año si no surgía un acontecimiento puntual, ya fuera lúgubre o festivo, pero el tercer fin de semana de junio era una fecha reservada, un hito ineludible en el camino anual. El abuelo cumplía años sin que su buena salud se resintiera y había que celebrarlo.

Todo parecía brillante aquellos días, cálidos y soleados la mayor parte de las ocasiones. Gracias a mi corta edad podía permitirme ignorar todos los detalles que incomodaban a unos y otros: los peligros de la carretera, las desgracias familiares, las envidias provincianas. A mí solo me preocupaba saber en qué punto del camino comenzaría a elevarse sobre la línea del horizonte el Castillo de la Mota o si seguiría abierta la sala de juegos donde tomé por primera vez un volante. Desde la altura desde la que observaba el mundo, la plaza siempre me parecía abarrotada, ya fuera en su centro o en los soportales. No había sitio en las terrazas y los camareros no daban abasto para servir y cobrar a los clientes.

A Medina había que ir guapo, eso siempre. Bien peinado y debidamente perfumado, aunque luego la tía se permitiera añadir unos retoques que, por inteligencia social, en mi papel de buen sobrino, aguantaba sin rechistar. A Medina había que ir bien atusado porque todo el mundo iría también impecable, sin reparar en gastos de vestuario o maquillaje, como buena Vetusta que aspiraba a ser. Y se comía muy bien, ya fuera en los bares o en casa, donde ensaladilla, lechazo y tarta conformaban un menú a la altura del buen apetito de abuelo y nieto, quienes en puntos opuestos de la mesa apenas sí se miraban para comprobar la buena salud del linaje.

La visita anual al corazón de Castilla daba el pistoletazo de salida al verano. La certeza de que las notas serían buenas hacía que las propinas fueran generosas, al menos hasta el cambio al euro, motivo que fue aprovechado por el abuelo para redondear a la baja. La inminencia de las vacaciones volvía más bella la arquitectura neomudéjar, menos monótona la sucesión de campos abiertos cultivados de remolacha o cereal.

El domingo pasado, víspera del Día internacional del trabajo, regresé a Medina. Lo hice desde Tordesillas, de regreso de Valladolid, dejando a uno y otro lado viñedos sedientos, aniquilados por las heladas tardías con las que se despidió el mes de abril. La jornada era gris. El viento levantaba remolinos de arena en las zonas más áridas de la meseta y duchas repentinas salpicaban de barro las lunas del vehículo que yo mismo conducía. Daba miedo la estampa: ver la Calle Padilla con la mayor parte de sus locales cerrados, con carteles que, de tan amarillos, apenas sí dejaban leer “Se vende”. Había que respirar profundo para cruzar la plaza, vacía, y llegar hasta la Colegiata. Costaba horrores sofocar la sensación de angustia e imaginar a los niños que un día corrieron entre las piernas de sus padres, pensar en las ferias de ganado que se hicieron famosas durante la Edad Moderna, creer que en aquel ambiente de western crepuscular pudiera haber habitado una reina, aunque no hiciera otra cosa allí que firmar testamento y morir en paz.

Las nubes y el viento evocaron, por asociación de opuestos y parafraseando al poeta, aquellos días azules, aquel sol de mi infancia. También aquel bar convertido en sucursal del banco hispanoamericano con la que Sabina la tomó a pedradas. Lo comprendí enseguida. El fantasma de Medina era la Aracataca de Vivir para contarla y yo un osado aficionado con arrestos suficientes para plasmar esta ocurrencia negro sobre blanco en un texto que un día, lejano, recorreré visualmente con el mismo desasosiego que procura transmitir.

Deja un comentario