La geografía de un año

No lo nieguen. Ahora que 2016 termina, es muy tentador hacer balance, encerrar el curso de nuestras vidas, a priori ajeno a lo convencional de los calendarios, e interpretarlo en el marco que define un año, un recorrido terrestre de trayectoria elíptica alrededor de una estrella de tamaño anecdótico dentro de un universo que bien pudiera ser infinito.

En su circularidad conceptual, con la perfecta sucesión de estaciones que tanto influencia la vida de los seres vivos en la franja templada del planeta (la que va de los trópicos a las regiones polares), el año parece ser la escala ideal para medir cuánto se ha reducido, o ampliado, la brecha entre el ser y el deber ser, el margen entre la vida que imaginamos y la que, por contra, nos toca afrontar. Inmersos en la era de un humanismo esencialmente posibilista, ahora que la capacidad de elegir ha derivado, también, en una necesidad de optar que degenera en frustraciones, la libertad se ha convertido en una pesada carga que exige, entre otras cuestiones, llevar a cabo revisiones periódicas con amigos, especialistas y, ante todo, con uno mismo.

El tiempo, como dimensión cuantificable, adquiere un papel hegemónico en estos repasos. La edad, suma de años, nos coloca biológica y culturalmente en un período concreto de nuestras vidas, nos invita a divertirnos o educarnos, a trabajar, a ser padres o abuelos,… Por otra parte, la pertenencia a una generación, es decir, haber nacido en un margen aproximado de 10-15 años, nos definirá de por vida en cuanto que suma de referentes compartidos, elementos nostálgicos comunes y similares dificultades de adaptación a los cambios.

Sin embargo, no debemos olvidar el papel determinante que juega el espacio en nuestras vidas. En diferentes escalas, el hogar, el barrio, la comunidad, la ciudad o el pueblo definen nuestro modo de relacionarnos con el mundo dotándonos de una mirada distinta, particular y única que, por su propia especificidad está llamada a dialogar con otras para, entre todas, comprender mejor los diferentes matices que nos regala el mundo; bello, en este caso, no por simple sino por complejo.

Hay tres espacios que determinan la experiencia: Uno: aquel del que procedemos, que nos regaló los primeros colores que identificamos, las primeras formas. Dos: aquel en el que nos hallamos, que es el que nos dota de perspectiva permitiéndonos ver una sola cara de la Luna, un solo perfil de la persona que viaja a nuestro lado. Tres: aquel al que nos dirigimos, física o espiritualmente, con su propia geografía, idiosincrasia y circunstancia.

De ahí que mi año haya estado marcado por mi propia biografía y los lugares que la jalonan (estaciones de tren, parques, habitaciones de hospital,…), por mi actual circunstancia y el modo en el que mediatiza mi relación con el espacio y, definitivamente, por sus ojos, sí, los ojos de la persona que amo y de los que aún sigo sin saber muy bien cómo observan el mundo, qué colores y formas aprecian o cuáles son su biografía y circunstancias. De los que solo sé que me miran. Y que tiemblo.

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