Últimamente, como quien retorna a sus días de escuela e instituto, voy caminando al trabajo. Asido a una mochila, como entonces, veo desperezarse la ciudad al ritmo de las luces, que se apagan; las trampillas, que se elevan, y los párpados, que se abren en un movimiento de entre tres y cinco tiempos, seleccionando las imágenes del último sueño para recordarlas o almacenarlas en un depósito de acceso desconocido.
Con la primera luz del alba, la ciudad, aun desprovista del maquillaje y la agilidad mental necesaria para inventarse, se muestra transparente a los ojos del transeúnte, a quienes no puede ocultar los ecos de la noche, la desidia con la que se prepara el desayuno y se desprende del camisón camino de la ducha, así como el escaso entusiasmo con el que despierta a los niños, los aloja en el colegio y se dirige a su puesto de trabajo, en las coordenadas exactas que pensaron para ella sus primeros pobladores, expertos supervivientes sin nociones de clase o glamour.
A las mujeres con la blusa desabrochada y el rimmel corrido, al igual que a los tipos barbudos que hacen noche en los parques, me gusta imaginarlos acudiendo a una cabina y convirtiéndose en superhéroes de malvadas intenciones. Superhéroes que, con la capacidad para salvar a los hombres que los trataron como mercancía o incómoda presencia en el paisaje, los dejan estrellarse con sus vehículos de alta gama, ver frustradas las expectativas vertidas sobre sus hijos o asistir a una derrota de sus equipos (nótese el in crescendo de la anterior enumeración) mientras ríen a carcajadas desde la azotea del edificio más alto de la ciudad.
Escuchando a Piazzola, pienso que sus tangos, tristes y descarnados, sutil melodía de seducción que deja entreabierta la puerta del deseo, son la banda sonora de nuestra generación. A su ritmo se adaptan, sin saberlo, los reponedores de los supermercados, los camareros que colocan con euclidiana precisión las mesas de la terraza y el banquero que se acomoda en su oficina y tacha una fecha del calendario pensado en sus vacaciones mientras otros, en otra oficina donde suena Wagner, y no Piazzola, lo hacen en su expediente de regulación de empleo.
Lo reconozco, aún fantaseo con doblar la esquina y golpearme con una bella chica –morena, delgada, inteligente–, a la que ayudaría a recoger, agachado, sus apuntes de filosofía, y a quien me atrevería, una vez repuesto el último separador de la acera (con una cita de El Quijote), a pedirle el teléfono y tener un encuentro donde quedaran de manifiesto todas nuestras afinidades: nuestra cinefilia, nuestro sonambulismo, nuestra torpeza,… Pero para que eso ocurra, deberé esquivar antes a todas esas bicis que caminan por la acera con ofertas de comida o propaganda electoral, que es lo de momento me he encontrado, y recogido.
Para que ellos suceda, tomo notas cada vez que me acerco al final de una manzana no achaflanada, apuntes sobre posibles historias que hubiera podido guionizar Azcona, caricaturizar Mingote, o teatralizar Adolfo Marsillach. Personajes a los que me he acercado en estos paseos matutinos, cuando el mercurio se contrae y ya no canta el gallo, al ritmo del bandoneón de los párpados que se abren y los sueños que se cierran en falso, como esta historia sin principio ni final, de este caballero andante, de no tan triste figura y juanetes en los pies. De un flâneur de vocación que, sin embargo, es incapaz de olvidar la ruta que le lleva al trabajo.