Mientras tanto

Amo la imaginación, el modo en el que, aun censurada por años de instrucción moralizante y normas de etiqueta, es capaz de fabricar castillos en el aire que se difuminan, segundos después, con la génesis de un nuevo pensamiento o el sonido del despertador. Adoro el recuerdo, la más genuina de nuestras invenciones, una mezcla de fotografías que se destiñen con el tiempo, que varían en función del estado de ánimo y están siempre al borde de colarse por las rendijas del cajón de la memoria, conectado fatalmente con el del olvido.

Comprendo la vigilancia, la anticipación de las consecuencias tras la percepción de unas causas aparentemente conocidas; también el miedo, mecanismo de supervivencia que a veces nos destruye por supresión radical de los gozos. Disfruto con la lógica que siguen los procesos de asociación de ideas, sobre todo el de la reducción al absurdo.

Pero la experiencia lo cambia todo, convirtiéndose en el único alimento de la inventiva, el desencadenante de los procesos de memoria y predicción, que monopoliza al tiempo que desalienta los mecanismos asociativos: después del tacto y el sabor del primer beso, ¿qué importa todo lo demás?

Mi abuela nunca vio el mar y en su confesión yo quería interpretar un poso de amargura. Todo lo que pudo hacer fue imaginarlo, construirlo a partir de la memoria de terceros, vecinos que a veces, cautos, le restaban importancia al asunto y otras, vanidosos, lo describían como un enorme tesoro de agua. Pero nadie sabe, en realidad, cómo era el mar de mi abuela, el que suponía cuando en sus lecturas religiosas se cruzaban topónimos como el Mar Rojo o Tiberíades: ¿Una especie de río Jamuz, solo que más ancho y caudaloso?

Si mi abuela me hubiera preguntado qué es el mar, habría guardado silencio. Un silencio indeciso y al mismo tiempo consciente de su ignorancia. Un tanto confuso, también, al haberme cruzado con tantos mares en los relatos de piratas, en las crónicas históricas o en las guías de viaje. ¿El mar, abuela? ¿Una definición geográfica? ¿Un recuerdo basado en el sentido de la vista o en el del tacto? ¿Una comparación con algo que pudieras conocer: “todos esos campos de trigo, pues de agua”?

Qué labor esta de escribir, qué ejercicio de arrogancia, no ya por lo que tiene de egolatría fabricar historias, sino por esperar conectar significantes con significados; idiomas personales entre sí, aunque compartan lengua materna. Resulta tan insuficiente decir “pasión” como no decir nada; nombrar un barco cualquiera, un nombre propio o elegir un color al azar para el vestido del bautizo de un niño al que ya sabemos fallecido al enfrentarnos a una analepsis.

Ir cumpliendo años me ha permitido perfilar los límites de conceptos amplios como el amor, la amistad o la vida; acomodarlos, mejor dicho, para beneficio de todas las teorías que me ayudan a ordenar el mundo y habitarlo. También, incomprensiblemente, porque no nos es dado ensayarla antes de practicarla, he conocido un poco mejor la muerte, el modo en el que se manifiesta y condiciona la dimensión en la que nos desarrollamos. Sentir su proximidad, también perder el control al abrazarme o despedirme de una única mujer, desincentivaría la escritura (y la lectura), si esta, con sus limitaciones, aspirase a explicar el mundo en vez de a salvarnos, que es lo que hace, mientras aguardamos la muerte, la ensayamos, a pesar de todo, y nos enamoramos.

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