Shakespeare and co.

Quiso el azar, supongo, que en uno de esos días en los que la oscuridad antecede a la noche, con las nubes descargando las primeras lluvias del otoño, me sentara a terminar de leer “Julio César”, una cruel tragedia en la que Shakespeare agiganta la leyenda de aquellos personajes revelados por los cronistas de la época y que, aunque mejor documentados que todos sus coetáneos bíblicos, no dejan de arrastrar un cierto componente mitológico, aunque solo sea por los más de dos mil años que separan sus hazañas de nuestras miserias.

La suma de confabulaciones, malos presagios, pensamientos grandilocuentes en la boca de personajes endiosados, causas superiores a la vida de los individuos y a los códigos morales del momento, hacen de Julio César una tragedia de actualidad incontestable. Sin ver el telediario, el cadáver aún sangrante del hombre, los discursos perfectamente articulados por Bruto y Marco Antonio sobre su cuerpo yacente, me han puesto al día sobre lo que sucede en la alta esfera política, ese barrizal que aún sigue atrayendo a esos ciudadanos que aún creen que ejercer sus derechos es sinónimo de posicionarse del lado de uno u otro relato.

No teman, nos librará de males mayores la mediocridad de estos seres, su cobardía. Se exiliarán, no como Bruto y Casio para armar un ejército, sino para ofrecerse como mártires y que sean otros los que empuñen las armas en su nombre. La mayor esperanza de vida, la posibilidad de alcanzar la gloria en las redes sociales, la confortabilidad de las camas belgas, nos garantizan años de heroísmo patético y, afortunadamente, pacífico. Sus gestas hubieran sido descartadas por Shakespeare y admitidas como buenas, por irónicas y desenfadadas, por Poncela, Wilder o los hermanos Marx.

Y no pasarán sus cuerpos por la afilada y noble espada que se llevara la vida de Casio, Bruto y bien antes Catón. En realidad saben lo que ocultan al vulgo exaltado, al hambriento que se moviliza por la única utopía que le ha dado sentido a su indigencia en las últimas décadas, fracasado el intento inicial del bautismo a la fe cristiana, agotado el entusiasmo con el que se celebraban los goles de Romario al inicio de los 90. Son conscientes de que para vivir bien no hace falta constituirse en estado independiente, de que la libertad se ejerce a diario a pesar de las leyes y sin imponer una sola de sus acepciones a todos los correligionarios, a quienes deberían inmediatamente pedir perdón, empezando por Cinna.

Cinna, sí, ese poeta que se sumó a la confabulación contra César, que estaba en el Capitolio en los idus de marzo. Ese bardo que ha hecho jugar al fútbol, con verso libre y sin embargo acompasado, como nunca antes habíamos visto, pero que, ambicioso, ahora pide que no se sancione la actitud contraria a reglamento de esos nuevos Bruto y Casio, o Lépido y Marco Antonio, lo mismo me da, que no se conformaron con salir en los cromos y quisieron llenar de grisura intelectual y tonos salmón un mundo que empieza a idear inteligencias artificiales y, por definición, apátridas y universales como Shakespeare, como cabría esperar de Guardiola.

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