Octubre

Escribir algo sobre el otoño, algo deliberadamente nuevo o imaginativo, sería recorrer con la imprudencia de un novato temerario la arista más delgada del macizo alpino. Regodearse en la melancolía que produce la suma de los ocasos tempranos, las ramas desnudas, los insectos muertos, la inevitable y consabida defunción de decenas de personalidades que nos acompañaron en el viaje, el entierro o el recuerdo del entierro de familiares que decidieron hibernar a espaldas de nuestros inútiles deseos, no es difícil. Mis dos abuelos maternos fallecieron en octubre, unos pocos octubres después de enseñarme a leer.

Todo en el Ninette, la cafetería que han abierto enfrente de la biblioteca y ante la que decenas de jóvenes sin ingresos se plantan con su cigarro y su fruta traída de casa, recuerda al París en el que está inspirada la obra de Mihura. Todo, me corrijo, menos un tirador de cerveza que de tan moderno no funciona. Y aunque los tiempos de los clientes, al menos el mío, sea más bien el de un bohemio que el de un honesto empleado y padre de familia, la responsabilidad de servir una caña con el equilibrio perfecto entre líquido y espuma puso nerviosa a la camarera y a su marido quien, con el coche aparcado en doble fila, los niños a punto de salir de inglés y la apuesta del partido de Gibraltar en el aire (le sirve que pierdan por tres o menos goles), bastante hizo con servirme un pincho de tortilla frío y con picante que, por supuesto, me comí en el silencio que deben guardar los testigos de un divorcio.

El único sí que daría con un fedatario público presente sería al cine de Woody Allen. Hasta que la muerte nos separe seguiré acudiendo puntual a la cita en las salas; también en el sofá, cuando la memoria de sus mejores cintas me ponga morritos y recueste su cabeza en mi regazo, solicitándome una manta y un pase de Annie Hall, Días de Radio o Delitos y Faltas. Desde ayer, contra el criterio del gran público, quizá porque la vi en versión original, también Vicky, Cristina, Barcelona, una suculenta parodia sobre el arte de la seducción, su consumación y su casi inmediata muerte. Me quedo con Vicky, desde luego, con Vicky como con todas las Vickys que se han ido cruzando en mi vida y que hoy me recuerdan, de la mano de sus parejas, mientras leen a hurtadillas esta entrada, –“no es nada, una tontería”– a la puerta de un cine, esperando para comprar un pase para la última película de Woody Allen.

Borren lo anterior. No es educativo. Destila un íntimo, aunque velado, aroma a venganza que no quiero dejar por escrito. No sea que otros abuelos, más modernos, con tirador de cerveza última generación, quieran enseñar a leer a sus nietos con esta entrada del día en el que su amor sobrevivió a un 4-0 de Suiza. Es octubre y, contra todo pronóstico, también contra la ambientación idónea para esta página de diario, no llueve.

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