A los pájaros insomnes

A los pájaros insomnes, que interrumpieron el silencio de la noche de difuntos, mientras tendía la ropa y pensaba que, pasados más de catorce años de su muerte, ya son más las horas dedicadas a olvidarla que las empleadas en quererla, tarea de la que dimitía a menudo, a expensas de su inmortalidad. A los pájaros insomnes, decía, por estar ahí.

Durante muchos años pensé que el día de difuntos era un homenaje que se pegaban los vivos a costa de los muertos, dando graciosas muestras de su humanidad al participar de un ritual colectivo que existía antes de que las civilizaciones tomaran conciencia de sí mismas. Ahora, sin embargo, esta raza tan conscientemente ignorante del guion de la obra, actúa como plañidera ante las tumbas, finge creer, mira al mármol, cuando es mármol y no vulgar caliza, y reza letanías aprendidas de las que renegó cuando descubrió, por ejemplo, el prohibido placer que le proporcionaba su entrepierna. Dedica 364 días a olvidar y acude puntual a su cita con la costumbre, de la que toma fotografías.

Quiso el cielo hacer llover y salpicar esta nueva fiesta del disfraz y la máscara del gris que solía acompañarla, al menos en este punto de la geografía donde se celebra un homenaje diario a Baco y sus secuaces. En La Rioja, la muerte de Mufasa, que a tantos padres suplió en la incómoda pedagogía de la mortalidad de la carne y la finitud del tiempo disponible, se festejó con un vino y una tapa en la Laurel. “Todos los hombres mueren, pero no todos los hombres beben”, me dice Jaime, un personaje que intentaré elevar a la mitología logroñesa, citando de un modo libre la famosa frase de William Wallace.

Por vía interna me entero de que el vuelo Madrid-Boston del lunes 4 de noviembre está lleno. Quisiera saber quién es el pastor que nos mueve como un rebaño desordenado por las cañadas aéreas buscando majadas más lucrativas, establos más cálidos. “¿Qué se nos perdió en Boston?” “Una historia”, me dice Jaime, invitándome a asesinar al pasajero de la fila 8, asiento F, junto a la ventanilla, y suplantarle en la misión de vigilar el lanzamiento de un producto farmacéutico, cerrar la contratación de un nuevo software de ventas o acostarse con su mujer (las posibilidades se incrementan, y mejoran, con cada copa de vino sin ser consciente(s) de estar imitando vulgarmente a Patricia Highsmith).

Mientras tanto, alternando crianzas y reservas, me dedico a enterrar todas las posibilidades descartadas, las palabras no dichas, los caminos no tomados. Precinto y doy sepultura al verano del 93, selecciono pasajes de la primavera del 16 creyendo aquello que cito tan a menudo, y que no es de Jaime: “la felicidad es un pasado actuante, solo la memoria goza”. Tacho líneas discontinuas de rutas de las que me desvié, quemo con alivio los manuales de Derecho y encierro en el puño aún maltrecho, las fracturas son tenaces, historias que empecé a escribir y que abandoné por ser demasiado grandes para un personaje que reserva vuelos para otros, inventa seres mitológicos y se sienta a escuchar, de madrugada, el canto de los pájaros insomnes.

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