Once ene

Da miedo asomarse a la ventana y avistar lo que viene. La historia, obstinada, parece querer repetirse una vez más y, tras años de corrupción institucionalizada y fuegos de artificio independentista, a nadie se le escapa que es el turno de la tragedia. No me extraña, no hay tiempo para pensar. No hay tiempo para contrastar la información, cotejar la fiabilidad de las fuentes, ponderar la intención íntima de los mensajes que nos llegan mezclados en el viento, donde puede que siga residiendo la respuesta, igual de indescifrable que entonces.

Consumidos por el falso deber cotidiano, no caben la reflexión o el estudio, la lectura serena y reposada, el cuestionamiento de las ideas propias y ajenas. La supervivencia nos exige madrugar; la crianza trasnochar y la socialización ser absolutamente idiotas en atención a ese instinto gregario que nos invita a seguir a unos cuantos líderes que no han pasado el filtro del virtuosismo, ni siquiera el de la bondad. Un ejercicio de honestidad intelectual nos llevaría a no votar, a ejercer con discreción la ciudadanía y admitir que no se tienen los elementos de juicio suficientes como para dar nuestra aprobación a una lista u otra (ya, ya sé que otros lo harán).

Soy consciente de que más allá de la política, del actual finis terrae, habita el peligro de lo desconocido. Del mismo modo, acepto “mal necesario” como la definición óptima de partido político y entiendo, como imprescindible, la existencia de una organización (no tres o cuatro) que concilie y ordene los instintos más primarios del individuo en sociedad. Sin embargo, la democracia, que no deja de ser la “dictadura del número”, tal y como la definió Flaubert dando claras muestras de su natural simpatía hacia esta forma de gobierno, parece insuficiente. En el ejercicio de su derecho, el individuo se reduce a su mínima expresión y renuncia a toda la gama de colores que desaconsejaban marcar ese pequeño recuadro, o aquel otro, al tiempo que las opciones se radicalizan apelando a esos instintos que las leyes quieren aplacar.

Asistimos, lo digo con absoluta calma y sin ánimo alguno de alarmar o preconizar hecatombes futuras, a un tiempo gris. Los profetas del siglo XX, aun sabedores del auge de las máquinas, quisieron convertirnos en mecanismos perfectos, especialistas de lo nimio mientras, lo que conduce a una mezcla insostenible, evolucionábamos en enormes bolas de orgullo y vanidad: nuestra utilidad se reduce a un ritmo inversamente proporcional al que avanza, imparable, nuestro deseo de protagonismo. Por otra parte, se cumple punto por punto el pensamiento de Don Josep Pla: “Es más difícil describir que opinar, infinitamente más, en vista de lo cual, todo el mundo opina”.

Lo siento por los que aún queréis participar de los debates y albergáis alguna esperanza, lamento de verdad decepcionaros: la política no es más que una suerte de clase de secundaria donde se insulta a los que estudian y se premia a los que copian, donde el líder es el que habla más rápido y folla antes, aunque desconozca la alquimia del amor. Un aula donde la autoridad del profesor cede ante los consejos de su propio instinto de supervivencia y calla, avergonzado, el que más tiene que decir, el chico que ya ve lo que se viene y va eligiendo, en silencio, al villano que mejor se porta con él, al cabrón que le dará por culo cuando sea mayor mientras se aferra a sus héroes literarios, a sus ídolos de celuloide y a su nómina, por la que vendió muchos de sus principios (mientras escribe, y por tanto calla, sobre ello).

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