Cuéntalo

Es sábado por la noche y, como en la película de Arthur Penn, la gente del medio oeste se lanza a las calles para ocupar sus bares y discotecas. La jauría humana se ha domesticado al tiempo que se ha vuelto más sutil en sus formas de persecución del proscrito. Lo observo desde una mesa pensada para quien no espera compañía –apostado contra la ventana, este escaño de madera se convierte en una fuente de creación, de creación entendida como vía de escape de la soledad–, frente a un reloj de aguja que indica el paso del tiempo sobre la conversación de dos mujeres adultas, una de las cuales saca una tableta de chocolate del bolsillo que guarda, presurosa, ante la llegada de una tercera. CULPABLE.

Qué curioso, me digo. La exacerbación de la individualidad ha dado como resultado el proceso contrario. Hartos de identificarnos con nuestra religión, con nuestro oficio o lugar de procedencia, hemos quedado reducidos a un número, a una tendencia o comportamiento que será monitorizado para alimentar algoritmos que nos expliquen mucho mejor de lo que lo pudieron hacer Kierkegaard o Sartre; o eso piensan, desde luego, con esa arrogancia neocientifista e insensible quienes los generan. En la lucha por la ciudadanía, somos más “administrados” que nunca: un número de expediente, un DNI en el mejor de los casos. En el intento de ser especiales, hemos perdido muchas de las posibilidades del diálogo, espacios de encuentro, foros de debate. El susurro se convirtió en grito cuando empezamos a manifestarnos mezclados con la masa revolucionaria. Y no nos detuvimos: el grito derivó en lamento –o mensaje de socorro– por Twitter, Facebook o Instagram.

Se preguntaba Thomas Mann, en su postrera gran obra, Doktor Faustus, a través de uno de los personajes, si merecía la pena quitarse la vida, y arruinar la de los que te rodean, por no culminar una aspiración individual, en este caso artística. El del suicida es el relato mejor montado de cuantos se urden cada segundo en este y otros bares, en esta como en cualquier otra ciudad moderna, donde el sentido de comunidad se diluye. Quizá estemos huérfanos de una misión clara, sea entrar en una fortaleza nazi para librar el patíbulo, siguiendo instrucciones de las que ayudan a no pensar, o perseguir al Robert Redford de turno, prófugo tras esa condena social que, cada vez que se pronuncia, nos devuelve al Oeste, situado a la izquierda de los mapas únicamente por convención.

Cierran los cines, extirpados del centro de las ciudades, donde no es sostenible mantener un ocio tan barato (sí, ya sé lo que están pensando) e ineficiente. Cierran los centros comerciales, asfixiados por el comercio electrónico, que engorda la ilusión de autosuficiencia y reduce el contacto entre mercaderes y consumidores fomentando un tipo de relaciones que ha calado también en la experiencia artística, de ahí que el creador también se vea sometido a la dictadura de la evaluación o a las denuncias por entrega defectuosa.

Hoy empieza el festival de narrativa Cuéntalo, qué apropiado el cartel, en la ciudad de Logroño. No faltarán aspirantes a esta mesa, pensada para quien no espera compañía, pronunciadores de lamentos, suicidas que aún no han descubierto su destino, cronistas de una época que no puede contarse a sí misma –pues hay tantos siglos XXI como usuarios de Amazon y Netflix–, y lectores, desesperados por conocer algo más de la vida privada de los literatos, creadores por voluntad propia, objetos de subasta mucho menos valiosos que un gabán de seda o unas bragas de encaje salvo que cuenten detalles escabrosos mientras callan sobre las grandes preguntas (que a nadie le importan).

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