Enciclopedia de las cosas buenas

En la biblioteca de la facultad (salvaré su honor omitiendo cuál) los pechos de las estudiantes, ajenos a la acción de la fuerza de gravedad sobre su masa, permanecen en la misma elevada atalaya en la que los dejé –no pasa el tiempo por ellos. Lo mismo sucede con las placas de aluminio con las que me he cruzado y que, situadas junto a la puerta de los despachos, me anuncian la supervivencia de los profesores que me dieron clase, camaleones capaces de impartir, sin inmutarse, materias de las que confiesan, en petit comité, no tener ni puta idea. Cualquier cosa por dar de comer a sus hijos (nietos ya).

Cuando conocí a Miguel Espigado toda mi fe en el sistema universitario se había consumido como un cigarro abandonado a su suerte. En nuestra época, quien más quien menos ya sabía que cursar una carrera y un máster no era un modo de ganarse la vida, sino, todo lo más, una excusa bien vista para prolongar la infancia. Lo cierto es que Miguel, al contrario que el noventa por ciento de los profesores que había conocido en la facultad, me cayó bien desde el principio, un acto incluido en el ciclo “El escritor y su obra” que encabezó con un relato sobre un día en el que bajó a la calle con el rostro a medio afeitar (así es como lo recuerdo) y en el que nos presentó sus dos primeras obras: El cielo de Pekín y La ciudad y los cerdos (Salto de página 2011 y 2013).

Una semana después comenzó su seminario sobre Novela del que aún conservo unas notas que no soy capaz de traducir y del que recuerdo, por encima de todo, la sensación de que allí perdía el tiempo de la mejor forma en que podía hacerlo –aún no he encontrado otra mejor, pero ya no tengo tres mil euros para volver a cursar el máster. Lo cierto es que Miguel nos encandiló a todos con su sinceridad repleta –¿acaso puede ser de otra manera?– de escepticismo e ironía hacia la vida y esa forma intimista de vivirla que exige/otorga la escritura.

Ayer Miguel y yo nos volvimos a cruzar, aunque supongo que cuando alguien es un escritor consagrado y el otro aún (¡ojito!) un primerizo lo propio sería que, en el marco de una relación asimétrica en la que el famoso es él (¿sucede lo mismo con la paternidad, que el primerizo rinde pleitesía al propietario de una enorme prole?), yo escribiese: «me lo encontré». Lo dicho, ayer me encontré con Miguel Espigado en la previa de la que debía ser una presentación al uso de un libro usual y que pronto derivó en una performance en la que el autor –entonces no lo sabía– hizo una adaptación teatralizada, ambientada con música y efectos de sonido, rapeada en ocasiones, de alguno de los pasajes que componen su última producción narrativa, Enciclopedia de las cosas buenas, un título que cumple tan bien su función anunciadora que extraña que la editorial que lo publique sea Aristas Martínez Ediciones y no Espasa o Larousse.

El Amor de mi Vida me dijo que estaba haciendo una cajita con cosas mías que tenía en el pueblo, los recuerdos que llevaba guardando durante una década a mi lado. Desde facturas de la luz de nuestra primera casa compartida en Granada, a carteles de: “Se buscan músicos para montar una banda”. Sentí que me estaban enterrando vivo. Aunque como lector nunca considero de mi incumbencia averiguar cuánto hay de autobiográfico en un texto, es evidente que Enciclopedia de las cosas buenas tiene algo de reconstrucción (literaria) de los hechos, prueba indispensable en todos esos juicios sumarísimos que emprendemos contra nosotros mismos y en los que, al contrario de lo que sucede en las altas instancias, no hay nada más perjudicial para el reo que ser juez y parte.

Decidí que los deportistas que vestimos de algodón y los que visten de licra jamás deberíamos juntarnos. Los de licra persiguen objetivos, alcanzan metas: corren triatlones. Muchos son hombres/mujeres-coche, forjados en la lucha patibularia de la hora punta, que viven en el estado mental del atasco. Los de algodón, en cambio, escapamos de algo: de un malestar, de una depresión, de la vida. No sabemos ni lo que estamos haciendo. Y no corremos triatlones. En el patetismo perfectamente ensayado del personaje se descubren dos características esenciales que han librado a la generación que el autor y yo compartimos de perpetrar un suicidio colectivo: la reflexión y la ironía; dos cualidades que pueden ser también, precisamente, las que entierran todas nuestras oportunidades de promocionar laboralmente en un mundo que se toma a sí mismo demasiado en serio, en el que toda escapada a la sierra cobra tintes de acto palaciego y cualquier comida con amigos parece un casting de Masterchef.

Al terminar la entrevista Pepe Redondo me presentó a su socio y, cuando le di la mano, vi en el espejo de una puerta que la sudada me había hecho efecto gomina en el pelo y, de tanto mesarlo durante la entrevista, ahora el socio y yo llevábamos el mismo look repeinado. En algún momento de mi vida había renunciado al uso de la gomina, como si renunciar a ella fuera un principio de rectitud moral. Qué tonto había sido al creer que mi natural inclinación a llevarme bien con este tipo, y con el personaje de su obra, pudiera proceder del hecho de compartir generación, vicio y un tipo parecido de ironía para sortear las puñaladas de la existencia. Qué duro despertar, abrir los ojos y comprender que el subconsciente me llevó a apreciarlo a él, y a su literatura, por una de esas simples coincidencias que anulan cualquier atisbo de espíritu crítico y que te hacen formar parte de una secta o tribu sobre la que no te cuestionas nada mientras haces apología de sus bondades. En fin, yo también he dejado la gomina.

Como he alargado innecesariamente compromisos fallidos por el sentimiento de orfandad, el temor al frío que hace en la mitad de la cama vacía, al primer día en el que ya no se repite el ritual del desayuno compartido o la ducha en común. Y he soñado con ser alguien, o viajado en Bla Bla Car con un conductor suicida (en realidad esto no). Y me he puesto hasta arriba de coca (esto tampoco, tranquilo, papá) y he tirado por el más sucio y polvoriento de los suelos el último atisbo de dignidad que me quedaba (esto sí, pero esto no te preocupa). Estoy seguro de que, sea en la gomina o en cualquier otro de los temas tratados, cualquier lector puede encontrar una parte de sí mismo en esta Enciclopedia de las cosas buenas o, mejor aún, una parte visible y ridícula del ciudadano de clase media con el que tan a menudo se cruza mientras pasea con su Jaguar por la Castellana. Ese tonto estúpido que, al bajarse en una parada de metro que no le corresponde, corre desesperado para llegar puntual a una entrevista de trabajo.

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