Dar la espalda

Cada vez tengo más miedo. Lo comprobé en el elevador de paredes acristaladas del edificio Sabatini –tardé en descubrir las escaleras– yendo de una planta a otra del viejo hospital de San Carlos, reconvertido en el Museo Nacional Reina Sofía. Desde allí, mirando la plaza y a los transeúntes solitarios que confesaban con su caminar lento su condición de parados, sentí el mismo vértigo que John Fergusson, personaje de la película de Hitchcock, subiendo por la torre del campanario. Y lamenté no saber nada de poleas, engranajes o transmisiones para poder valorar con eficacia el estado del sistema que nos mantenía suspendidos en el lluvioso cielo de Madrid, y respiré aliviado cuando se abrieron las puertas y pude caminar a encontrarme con el Guernica.

Lo mismo me había sucedido unas horas antes, cuando al despertar de un pequeño sueño reparador noté que el tren se retorcía como un gusano de seda sobre dos leves raíles. Me pareció que nos desplazábamos demasiado deprisa como para que los cálculos pudieran ser, todos ellos, correctos. Me apeteció por un momento acudir a pedirle prudencia al conductor, si es que en realidad hay alguien –¿ustedes lo saben?–, pero cambié de idea temiendo poder distraerlo. Celebré la llegada a Chamartín como una suerte de gol privado, ese que marcas en el jardín cuando todo el mundo duerme la siesta y los manzanos del huerto aún no han florecido, de modo que ni siquiera una triste abeja puede atestiguarlo. Con el puño cerrado a la altura del bolsillo, del lado de las vías.

Por fortuna el café estaba caliente, no lo suficiente como para enrojecer mi garganta, pero sí para mitigar el desasosiego de tan ajetreado viaje. Puede que tenga que ver con la lluvia que me ha calado en las dos últimas visitas, pero Madrid me estaba empezando a parecer una ciudad tediosa hasta que acompañé el café con un cruasán relleno de mermelada y, más aún, hasta que vi llegar a un pobre hombre con una carta para el dueño del bar solicitando, a su vez, un correo personal que, efectivamente, no daba crédito, allí estaba. Me sentí afortunado siendo testigo de la existencia de un correo triangular que, por alguna razón que ahora se me escapa, esquivaba los cauces oficiales y la lógica de la “instantaneidad”.

Disculpen el palabro, aunque aceptado por la RAE. Supongo que se lo debo en parte a la lectura del libro “Enemigos Públicos”, precisamente el producto de una correspondencia mantenida entre dos escritores malditos de la Francia contemporánea, Henri Levy y Michel Houellebecq en la que ambos, cómplices en la habitual incomprensión de su obra, no dudan en emplear neologismos de toda clase para referirse a las teorías de los grandes filósofos, a la idiotez de quienes les rodean y para bautizar una nueva tendencia literaria, el “depresionismo”, de la que el segundo autor de los citados es el principal exponente. El escritor francés afronta con humor, más bien cinismo, la mudanza que ha emprendido la espiritualidad desde el desierto del Sinaí hasta la ciencia como alfa y omega del universo antropocéntrico hasta el lecho de cualquier cama y el calor del sexo de un buen acompañante.

Un lecho cualquiera, como el de Habitación de hotel, cuadro de Hopper que admiré en el Thyssen, y en el que podemos ver a una joven muchacha sobre una cama no del todo revuelta, con el equipaje sin deshacer, tal vez a punto de partir hacia otra cama igualmente vacía en otro lugar cualquiera de este mundo lleno de heridas que se han cansado de esperar por su cicatriz. Desde luego, con sus personajes solitarios, con las luces de la ciudad iluminando una noche que amenaza con perpetuarse en sus corazones, Hopper hace bueno el adagio de Álvaro de Campos, heterónimo de Pessoa, que da título a una exposición sobre vanguardia y simbolismo en el siglo XX portugués: “todo arte es una forma de literatura” y que visité justo antes de tomar el ascensor camino de El Guernica.

Por fortuna el viaje duró unos pocos segundos. Muchos menos, en cualquier caso, que los que encierran los catorce años de investigación que José maría Juarranz de la Fuente ha dedicado a un estudio en el que desmiente la relación de la obra con el bombardeo acaecido durante la Guerra Civil, defendiendo la tesis de que lo que de verdad evocan esas figuras mutiladas que exudan horror a través de sus ojos diminutos y sus extremidades desfiguradas es la crisis matrimonial del pintor malagueño.

Ahora pienso que quizá fuera eso de lo que hablaban emocionados los jóvenes que le daban la espalda al lienzo y discutían algo en torno a sus teléfonos inteligentes. O no, probablemente no, y esos chicos solo fueran idiotas, ni mejores ni peores que su presidente del gobierno o de comunidad autónoma, hecho para cuya confrontación no cabe el humor de los memes o de los fotomontajes, la descontextualización y recontextualización de mensajes, ese divertimento que nos mantiene entretenidos, en la ignorancia del arte con mayúsculas, ante el que solo nos cabe echar una fotografía primero al cuadro y luego a la plantilla que lo acompaña, por si caen en el examen de grado o máster, o en la pregunta de los amigos de vuelta a Tokio o a Santander.

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