De la cuna a la cama (o a la hoguera)

El pasado seis de enero llovía mucho en Madrid. Tanto que mi amiga Bea y yo decidimos detenernos a desayunar roscón de reyes en una cafetería próxima a Plaza de Castilla antes de seguir caminando. Aprovechando una breve pausa en su conversación, con el tenue hilo de voz, casi inaudible hacia el final de la frase, con el que dicen hablo de mí mismo, le comenté que iban a publicar el libro de relatos que había escrito hace ya tiempo. Tuve que echar mano de su paraguas –yo nunca llevo– para capear la tempestad que había desatado: Bea, aparentando estar más furiosa de lo que en realidad estaba, no entendía cómo había podido esperar una hora para decírselo (ay de mí si hubiera sabido que habían pasado varios días).

Es una lástima que no se pueda teclear “bajito” eso de “voy a publicar un libro de relatos”, en realidad una colección integrada de cuentos que urdí en un verano, aunque la idea llevara gestándose casi siete meses en mi útero cerebral. No se equivoquen, aún no he madurado tanto como para sentir pudor al hablar de una creación propia, por temprana e imperfecta que sea. Ni siquiera se trata del rubor que delata al adolescente que no puede ocultar una vergonzante, bajo su prisma, emoción. Es más, considero que no hay nada de humilde o modesto en el chico de casi treinta años que envía un manuscrito a varias editoriales, deseando convertirse en un autor publicado. Tampoco en el hombre que cree que unas cuantas palabras ordenadas bajo la guía de su torpe raciocinio y limitada imaginación puedan dar lugar a una lectura reposada –apropiada para el verano, creo– por parte de sus contemporáneos, aunque solo sean sus antiguos profesores, sus amigos o los familiares más cercanos.

Creo que mi timidez entronca, más bien, con la naturalidad con la que acojo todo lo que se sucede, bueno o malo. Con el escepticismo con el que veo salir y ponerse el sol cada jornada, madurar y caer los frutos de una juventud ya exánime. Está bien, ahora redacto un artículo para esta web, ahora otro para esta otra, entreno a un equipo, amo a una mujer, me deja aquella otra. El mismo día a día, con su irreversible patrón, acabará extrayendo el entusiasmo a los personajes de Hasta que la noche nos alcance (Ediciones en Huida, 2018) y pondrá fin al solaz de aquellos juegos infantiles que prolongábamos hasta el ocaso en los meses de verano y que solo se veían interrumpidos por un “a cenar” a voz en grito, proferido desde lo alto de un edificio por esas madres a las que perdonábamos todo, hasta que cortaran de manera tan brusca nuestra diversión.

Hasta que la noche nos alcance verá pronto la luz –estén atentos–, nacerá y se instalará en una de esas cunas para libros que llaman estanterías. En ellas dormirá soñando con que lo saquen pronto de allí, camino de una cama, señal de que ha crecido lo suficiente como para poder comunicarse con el lector que lo sostiene entre sus manos. Cualquier otra opción sería mala para las estadísticas, ningún país quiere ver incrementadas sus tasas de mortalidad infantil, y es que a esta pequeña obra, querido futuro lector, si no le aguardan sus brazos, la seguridad de su alcoba, todo lo que le queda es morir incinerada. “Por falta de humildad” sentenciará el juez.

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