Ya soy mayor

Ya soy mayor. No te rías, que tú lo seas mucho más no te da permiso para mofarte. Aún recuerdo cómo me angustiaba cuando, de chiquito, todo aquello que no comprendía era fiado a un tiempo posterior no bien delimitado, a un futuro indefinido que cabía en apenas tres palabras: “cuando seas mayor”. Y recuerdo también que lo que más me inquietaba era ver cómo, cada día que pasaba, a pesar de ser, objetivamente, mayor, seguía sin comprender nada de todas aquellas preguntas que formulaba en casa y en la escuela a quienes, solo por el hecho de ser mayores –pensaba– debían conocer la respuesta. Aquella fórmula que empleaban me parecía fiable, cómo no iba a parecérmelo si todos contestaban lo mismo y aún era temprano para haber incluido en mi vocabulario la palabra “conspiración”: “cuando seas mayor”, me convencí a mí mismo.

Pasaban los días, los trimestres, las cartillas de notas y las promesas del verano sobre cuyo incumplimiento teníamos que escribir una redacción el primer día de regreso a la escuela: “No, no he ido a Disneyworld; no, mi hermano no se ha cansado de pegarme; no, Indurain no ha pasado por casa a firmarme un autógrafo,…” Y uno seguía igual de ignorante sobre los misterios de la vida, consumiendo series en la televisión tratando de descifrar en ellas algún mensaje oculto, un síntoma en sus personajes, por pequeño que fuese, de esa luminosa madurez que había de aguardarnos.

Así crecí, volando, como una de esas gaviotas que intuyen ya el anochecer y se recogen; con apenas un par de puentes que, a modo de istmo, me unían a la tierra firme en la que caminaban mis compañeros, felices en su cuerpo, atentos a sus necesidades. En muchas ocasiones di por hecho, viendo su actitud confiada, que a ellos ya le habían sido reveladas las respuestas, y que si no las compartían conmigo, en justa devolución de las preguntas de examen que yo les chivaba, era por su carácter secreto. Aún había de aguardar, me convencí nuevamente.

No me bastó ver la muerte en primer plano para comprender que el don de dar la vida es limitado y no va más allá en sus efectos. Los indicios parecían querer explicarme que la maternidad no entroncaba de un modo causal con la vida eterna, que ambos no eran talentos vinculados por una suerte de cordón umbilical, y yo negaba insistente con la cabeza: ¿cómo alguien que puede dar vida, potestad divina, puede quedar sometido a los mismos avatares que el resto de seres humanos? Varios funerales se me ofrecieron como oportunidad para aprender esto que tanto me obsesionaba, pero la angustia se apoderó del raciocinio y llegué a la conclusión de que seguía siendo necesario esperar por las respuestas. Solo un poco más de paciencia, me decía.

Lo mismo sucedió con aquellos sentimientos que emergieron de tan profundo que no sabría reconocer el órgano de procedencia, el punto exacto de su germinación. Algún pragmático, seguramente griego, decidió englobarlos en la palabra amor, pero te juro que en ocasiones este término se quedó corto como recurso expresivo y sintetizador de tales emociones. Y yo, que no comprendía nada, me humillaba una vez tras otra creyendo entrever un sentido superior en aquellos regalos que no me podía permitir, en los riesgos que tomaba por parecer el hombre valiente que no soy o al aceptar situaciones que hubieran hecho marchitar la flor más resistente de un jardín siberiano. Cuando seas mayor, seguía repitiéndome con las palmas de la mano hundidas en la frente. Aguarda, aguarda.

“Aguarda, niño, no desesperes, lo entenderás todo cuando seas mayor”. No supe decir otra cosa ante sus dos ojos tan abiertos, que me miraban fijamente. Podría haberle hablado de las fuerzas de rozamiento para explicarle cómo el columpio pierde velocidad de un modo progresivo si no es sometido a un nuevo impulso, pero el niño no quería saber eso. Lo que el niño quería saber era algo que yo tampoco entendía viendo a su padre mirar su teléfono mientras el columpio perdía poco a poco su dinamismo y los pies del muchacho rozaban ya la tierra.

Ahí comprendí a todos los adultos que habían ido pasándose el testigo ante mis preguntas y al fin los perdoné. Con aquella fórmula con la que fiaban para más adelante la respuesta a mis interrogantes lograron alimentar una esperanza que durante muchos años actuó como motor de mi vida. Y no mentían, querido océano, al calmar mis ansias de conocimiento, mi natural curiosidad. Pues ser mayor supone esto: comprender que no hay otra respuesta posible que la de legarlo todo al autodescubrimiento, a la adquisición de la certeza de que tú y yo no somos tan distintos: al fin y al cabo ambos erosionamos otras vidas, otros medios, y a ambos intentarán, ojalá tú corras mejor suerte, sepultarnos rudos y vastos sedimentos.

Que la vida era esto… 

Deja un comentario