El que se queda

Mucho se ha escrito sobre el viajero y sus peripecias, el encuentro con cíclopes y lestrigones, asfixiantes burocracias y policías corruptas. Su aventura es la del que desconoce la firmeza del terreno, el habla de su interlocutor, las costumbres del campamento que visita. Su ambición no conoce límites y su valentía sería irresponsable si no fuera, antes, digna de alabanza. El tiempo del viajero es el futuro, hacia donde proyecta sus infinitas esperanzas de riqueza, fama o curiosidad colmada. Su destino, un nuevo lugar que cubra su obsesión por lo desconocido, un anhelo que no logra disimular el miedo que le ocasiona la quietud, el encuentro consigo mismo y el pasado. Su memoria viaja grabada en un diario, un disco duro en el que se sumerge solo muy de vez en cuando, pues su fin no es la reflexión, sino la gloria.

No menos se ha dicho de aquel que regresa, del frente o la cosecha, de la fábrica alemana o un trayecto transatlántico. De aquel que nunca es el que se fue y que, en el fondo, es un artista que se esculpe a sí mismo, un autobiógrafo en continua y esmerada dedicación. El que regresa es un sastre que debe tejer nuevas relaciones con los hilos maltrechos que aún conserva de la infancia y que, en su descargo, cuando el traje cae sobrado de hombros o estrecho de cintura, apela siempre a los años en los que estuvo fuera. No sabe, no recuerda, no estuvo allí. Y siempre se le perdona.

Mucho menos se ha dicho de aquel que, anclado al pasado, a sus raíces, a un atávico concepto de la responsabilidad para con su tribu, gens o familia, permanece bajo un mismo sol. Su tiempo es el pasado, germen recurrente de delirios y fantasías de quienes lo recuerdan, siempre a su manera. El que se queda acarrea, literal y figuradamente, con los muertos y los muertos de los muertos, con el peso de la ley y la costumbre, con el lastre de la herencia y los legados, las donaciones en vida; la propiedad, en definitiva, que lo esclaviza a la tierra, a los notarios y a los fantasmas que de noche se pasean por las galerías de una memoria que no viaja en un diario, no, sino en miles de registros, modestas inscripciones y alguna que otra postal de funestas vacaciones.

El que se queda es el ser anónimo que alimenta estadísticas demográficas, el votante, el ciudadano. Una rama escuálida que no termina de desprenderse de ese árbol genealógico cuya savia se mezcla con remotas y antiquísimas faltas, privaciones y arrepentimientos hasta convertirse en un fluido viscoso que tapona los vasos sanguíneos que desembocan en la región del cerebro destinada a la ensoñación. Y ante tal falta de arrojo, fruto de la maldición del terruño, o la de la manzana donde se desarrollaban los juegos infantiles, no hay narrador que se preste a dar voz al que se queda. Pues, por épica que resulte su labor de resistencia, su idioma es siempre el mismo y sus monstruos nos resultan demasiado familiares.

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