el abrazo de la tribu

Hoy he comprendido los mecanismos de la compasión, el calor que aporta el abrazo de la tribu, el sentido de vivir en comunidad, aunque sea como compendio de soledades más o menos emparentadas. En una gélida mañana de invierno, excepcional en nuestros días, apostado contra una de las paredes de mi caverna cafetera, apareció él, un tipo grueso, con pronunciadas entradas en una enmarañada mata de pelo rizado, vistiendo un mono azul, de empresa de transporte, portando una pesada caja llena de botellas de vino, lo que parecía no impedirle un aparatoso vendaje en su muñeca derecha.

Le bastó una mirada de aprobación por parte del barman, sintético sustituto del “buenos días, cómo te va”, para avanzar con el poderío de una falange alejandrina entre las mesas de madera, decidido a alcanzar la planta alta y depositar la mercancía en las coordenadas pactadas, sin posibilidad de error, como cada martes. Pero no contaba con encontrarme allí, encogido de hombros, enfrascado en la lectura de una obra de Stephen King en la que reflexiona sobre su proceso de escritura y nos invita, a nosotros, los que tan solo –¿es pecado?– fabulamos con ser escritores, a redactar veinte mil palabras diarias como práctica, simple aprendizaje del oficio.

Y me miró. Desde lo alto. Proyectando en su cerebro un plano picado de un tipo que toma café a la hora en la que el mundo gira con mayor celeridad, que escribe y lee cuando hay miles de almacenes y despensas vacías, huérfanas de Ruedas y Riojas, más de quinientas cajas en su furgoneta que descargar con idéntica contundencia en cada uno de esos bares que nos sitúan en el primer lugar de la clasificación de las tribus con más tabernas por troglodita.

No era desprecio lo que emanaba de sus iris, del más común de los marrones. Ni bilis amarillenta y viscosa lo que salió de su garganta en pleno estornudo. Era la compasión del hombre fuerte y rudo, cimiento de la comunidad y sus costumbres, hacia uno de sus experimentos fallidos: un tipo improductivo, que no llena estómagos ni sacia la gula de los burgueses, y al que le quedan aún diecinueve mil seiscientas veintisiete palabras para terminar el día.

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