La mano invisible

Qué curioso constatar, permítanme que utilice terminología forense, cómo te cambia la vida el simple hecho de fijarte en un transeúnte que mira de modo insistente hacia lo alto de un edificio de doce plantas. Más aún si lo hace girando el cuello en ángulo obtuso respecto de su posición original, obligando al tronco a acompañarlo en ligero escorzo.

En primer lugar, por descartar las hipótesis menos probables, compruebas que no fue un pájaro lo que cautivó su atención. Tampoco una llamada de socorro o una melodía conocida, esas que aguzan la capacidad auditiva conectándola con la memoria, exultante y gozosa. A continuación cuentas mentalmente los segundos en los que permanece inmóvil el viandante, calculando la fórmula de aceleración de los cuerpos, preguntándose irónicamente si las leyes de conservación de la materia mantienen su vigencia en un impacto de estas características. Caminas junto a él unos pasos, manejando varios motivos posibles: el desamor, el desempleo, el descrédito,… Pero no quieres saber más de la cuenta, no sea que compartierais pupitre, asociación de drogadictos o novia en la adolescencia, lo que uniría tu destino al suyo, o eso barruntas.

Lo acompañas a cierta distancia, acompasando tus zancadas a las suyas para que no advierta tu presencia. Te interesa el siguiente paso de su plan. Quizá entre en una farmacia y se procure una muerte más íntima, piensas. Y empiezas a valorar cómo lo harías tú mismo si a Carmen o a los niños les pasara algo, si un día te agobiaran las deudas o una fuerza radical fascista se apoderara del estado y condenase a todos los José Luis del mundo, ateos y republicanos, a trabajos forzados. No sabes en qué momento lo perdiste de vista y te arrepientes de todos esos pensamientos que te llevas a casa y te convierten en un padre y marido excesivamente protector, en un hipocondríaco de manual y en un visitante asiduo de ese edificio de doce plantas, del que empiezas a curiosear hasta el último dato de su arquitectura para conocer las vías de acceso a su azotea.

Revisas las páginas de sucesos de todos los diarios locales y nunca encuentras ese J.L.G. –así lo has bautizado– de mediana edad muerto en extrañas circunstancias que te provocaría un necesario alivio. Es mucho peor pensar que se puede estar arrojando en este mismo momento. O asomándose, simplemente, para tomar la temperatura del ambiente y valorar con mayor precisión las consecuencias del acto. Acudes finalmente al edificio, de pronto eres mecánico de ascensores, y subes al ático, aparentemente vacío, aunque restos de vasos de plástico te hacen concebir nuevas sospechas e hipótesis. Y te asomas, por saber qué se siente. Y te comienza a parecer demasiado áspera la tos de tu hijo pequeño. Y demasiado gris el futuro. Y demasiado feliz tu mujer para lo mal que funcionas últimamente en la cama. Y recuerdas que te llamas José Luis García, J.L.G. y te abalanzas por encima de la cornisa hasta que una mano invisible, como la que regula el mercado, te sostiene y te recuerda que eres un miserable escritor, un cobarde que cuenta historias en las que los que mueren son siempre los otros.

*Este texto fue publicado como prólogo de la última novela de José Luis García, “Juan Luis González, electricista”.

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