Con un sorbito de champán

La temperatura bajó cinco grados entre las estanterías de las bebidas alcohólicas y espiritosas donde Francisco y Amalia se encontraron quince años después de la ruptura. A sus ochenta primaveras, Paco, antiguo regente de una tienda de zapatos, simulaba aplomo en una situación con la que llevaba fantaseando mucho tiempo. Amalia, por su parte, se mostraba huidiza; tan pronto se acercaba a comprobar el año de un Rioja como se quitaba las gafas para observar con detenimiento y aparente curiosidad el país de origen de una cerveza de tono oscuro.

–¿Se puede saber desde cuándo te interesa el champán? Si cuando tu madre se iba a Benidorm brindábamos con vino blanco porque no te gustaba.

–Mañana es Nochebuena, Amalia. Tengo invitados y quiero ofrecerles una copa.

El mercurio descendió aún más en los termómetros de la pared mientras el silencio hablaba en nombre de la memoria. Paco y Amalia abandonaron aquella zona del supermercado con las cestas vacías. Y mientras ella se dedicaba a completar la lista que llevaba apuntada en una nota con los productos más caros de cada género, él la seguía a una cierta distancia, fijándose en cada detalle de su pelo y en su forma de caminar.

–¿Quieres dejar de seguirme? Sé que tienes una señora para hacerte la compra.

–¿Aún me guardas rencor? Han pasado quince años…

En la cola para pagar, Amalia contó con una inesperada ayuda a la hora de alzar los productos desde la cesta a la cinta. Uno a uno, con delicado esmero, Paco colocaba embutidos, patés y turrones de almendra y chocolate.

–¡Señora, espere señora!

–Es todo suyo. Yo no llevo nada –replicó Amalia en pleno desaire. Paco se apresuró a confirmar lo que decía y, entregando una tarjeta de débito a la cajera, se hizo cargo de la cuenta. Acarreando dos pesadas bolsas que no le correspondían recorrió la calle hasta llegar a la altura de casa, pero justo antes de introducir la llave en el bombín declinó la opción y siguió caminando a través de la niebla, hasta más allá del río, saboreando cada paso de un itinerario que podría haber recorrido a ciegas. Le temblaban las manos, enfundadas en unos guantes de cuero, pero a pesar de todo hizo sonar el timbre del Tercero A. Dos pulsaciones fuertes, en un intervalo de medio segundo.

Esa inconfundible forma de llamar la puso nuevamente en alerta. Tanto que, enloquecida, se puso a buscar en los armarios un bien que debía parecerle muy preciado. Cuando lo encontró y pudo asomarse a la ventana él ya avanzaba cabizbajo por la ribera, arrastrando sus pies por el peso de las bolsas y el olvido.

–Espera, no te des tanta prisa. Tengo algo para ti.

Paco dio media vuelta y desanduvo el camino hasta situarse a los pies de la vivienda de su antigua novia. En los cuarenta segundos que tardó tuvo tiempo de pensar si sería una carta que nunca se atrevió a entregarle, o una indiscreta fotografía de ambos, tomada por algún amigo común y en la que salían haciéndose carantoñas. Quizá conservara un regalo que no había merecido hasta aquel día. Su amabilidad la había hecho recapacitar.

Pero de aquella ventana, por la que tantas veces se asomó para contemplar el amanecer cuando se hallaba en plena comunión con la vida, solo salió un peligroso proyectil en forma de botella de champán. Una botella de champán vacía –su espumoso contenido corría por el váter– que pudo atrapar en una hábil maniobra para un hombre de su edad. En su interior un papel enrollado que se resistía a salir, asiéndose con firmeza al fondo.

Eran ya las nueve de la noche del día siguiente cuando, tras una maniobra de cirujano, consiguió extraer el papel. Para su desdicha, la humedad había hecho estragos con la tinta azul en la que venía inscrito un mensaje, ahora ilegible, y esta vez ni siquiera jugó a descifrar su contenido. Estaba agotado. Tanto, al menos, como Amalia, sin resuello ni saliva tras haber finalizado una ronda de más de quince llamadas que, si bien iniciaba con una gran carcajada, terminaba con un angustiado suspiro.

Sincronizados por la fuerza oculta del irónico relato que es la vida, ambos tomaron al mismo tiempo un sorbito de champán. Ella, del poquito que, tal vez por prudencia, había vertido en una copa antes de derramar el resto por el sanitario. Él, del papel empapado en el que el vino y la tinta se mezclaban con vulgar indiferencia. En los televisores, el Tamborilero.

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