El Madrid de Doisneau

Ni cercanías ni caminata. En esta ocasión, lo primero que hice al bajarme del tren y abandonar Chamartín fue acercarme a una exposición de fotografías de Robert Doisneau, notario de vista penetrante y afilada intuición; poeta del instante y lo cotidiano y escriba visual de todo aquello que sucede ante nuestra vista legañosa, educada hacia lo prosaico.

Viendo el último baile del 14 de julio, a los transeúntes de la Plaza de la Concordia o esa mirada oblicua de un hombre que ignora las palabras de su esposa mientras observa, de reojo, la pintura de un desnudo de mujer, uno se pregunta si todas aquellas instantáneas captaron una escena real, por ordinarias que parezcan muchas de ellas.

Nuestra atención es limitada y opta siempre por los colores vivos, los ángulos desafiantes, las grandes alturas y grosores, el lema y la pancarta. Olvida, a cambio, los tonos grises, las esquinas romas, los seres pequeños y delgados, el matiz, el sin embargo. Lejos del primer plano, de las luces y miradas, allí se esconden pequeñas piezas de humanidad que, en clave de drama o parodia, siempre encontraron un hueco en el objetivo de la cámara del oportuno artista francés.

Oportuno, digo, por su constancia. Constante, matizo, por no cejar en su empeño y recorrer día a día las calles, allí donde, a pesar de todo, sigue esculpiéndose la vida, aunque sea a golpes. Constante y paciente, claro, únicas fórmulas para aprender un oficio y poder elevarlo a arte con el paso de los años y el contagio de los buenos amigos, también estos enfermos, procrastinadores y viciosos. No necesariamente en ese orden, fieles compañeros del fotógrafo fueron Sartre, Cocteau y Camus.

Al salir de la exposición, tras haber envidiado los besos que paran mundos, los bailes que, por el contrario, restauran su movimiento, y los gestos corrientes que a todos se nos escapan tapados, como nos encontramos, por nuestras agendas de actividades lucrativas y ocio reparador, me propuse ver ese otro Madrid que se despliega por grandes avenidas pomposamente iluminadas para luego arrugarse en estrechos callejones de tensa oscuridad. Ese otro Madrid que no elige dónde ni cuándo para mostrarse, pues surge del todo y la nada, igual en un aireado jardín repleto de fuentes, que en un vertedero lleno de chapa que nunca se reciclará. Procuré ver aquello que sucede mientras nos ensimismamos, apesadumbrados ante nuestra pequeñez o deslumbrados por una mísera grandeza que se traduce en la responsabilidad de amurallarse en un “yo hacia los demás” tan estéril como insatisfactorio.

E imaginé su presencia. Y la confundí con esa sombra incapaz de esconderse tras el tronco de un olmo y con esa otra que se vislumbra del otro lado de una cortina. Imaginé a Doisneau vivo de nuevo, con su Rolleiflex de doble objetivo colgada del cuello, agachando su cabeza para realizar el encuadre adecuado y poder captar así esa belleza de lo cotidiano. Y quise acompañarlo, obviando todo aquello que se nos sitúa como ineludible: líneas rectas, semáforos, trajes de diseño, rascacielos de fábrica, parejas de salón, escritores con Nobel. Paseé junto a él Castellana, Recoletos, Gran Vía, Sol, el Madrid de los Austria y el de las letras, el centro y su periferia como lo hubiera hecho cualquier otro lunes en soledad, con la vista al frente, orientada al vacío que la urbe nos enseña a modo de conglomerado inagotable. Y os contaré lo que vi.

Decenas de personas hacían cola frente al edificio de la Fundación Mapfre. La niebla era espesa al caer la noche y los turistas iban pertrechados con guantes, gorros y bufandas. Un gato gris hacía equilibrismo en una de las ramas de la palmera que preside el jardín de acceso, anomalía biogeográfica que tal vez anuncie la excéntrica visión de los pintores fauvistas cuyas obras se exponen en el interior. Doisneau lo tuvo claro a la hora de titular la instantánea: Diversión asegurada.

Camino de Lavapiés, un roble había sido vestido con un traje de luces verdes y rojas para recordarnos que en breves fechas será Navidad. Una pareja de transeúntes admiraba la perfección del acabado de esta indumentaria eléctrica observando en la pantalla de un teléfono el resultado de las fotografías que habían tomado. Doisneau, en cambio, los retrataba a ellos admirado por la ingenuidad que mostraban hacia alarde tecnológico tan trivial. Amor suspenso en electrónica.

Para entrar en el servicio del Bar El Calvario, situado en la calle homónima y sede de un fantástico micro abierto, es necesario aproximarse al escenario, girar a la derecha y atravesar una suerte de telón. En el backstage todo está limpio y ordenado, pero uno no está del todo seguro de que la función pueda empezar con él dentro, o de que se descorran las cortinas y él pase a ser el protagonista inesperado de la misma. En ello quiso encontrar Robert sentido al nombre del lugar cuando me sorprendió abandonándolo con cierta premura, aliviado al comprobar que nadie había incomodado mi micción y que mi presencia no interrumpía ninguna canción o recitado. Via Crucis, decimoquinta estación.

A lo largo de la circunferencia que bordea la estatua de la diosa frigia Cibeles, símbolo del madridismo victorioso, muchos vendedores ofertan palos selfies: los venden o simplemente los prestan para que los visitantes puedan autorretratarse. Aunque ni Robert ni yo estábamos seguros de ello, pensamos que cada mañana luchan por situarse en la prolongación del perfil que más favorece a la estatua. Todos salvo uno, situado en su espalda, donde solo es posible observar el borde posterior de la corona y las ruedas traseras del carro. Se buscan aficionados del Barça.

Frente al ayuntamiento, un hombre de nariz prominente, vestido con gabardina y con el cuello apenas cubierto por una bufanda mal asida, toma del hombro a una mujer de pelo negro y rizado, cuyo brazo cae desplomado por el impacto de un beso que, sin embargo, no detiene el flujo de circulación en el asfalto, el ir y venir de paseantes ni el sorbo de café de un viajero que consume el tiempo que le queda para tomar el tren observando fotografías de Doisneau, soñando con su compañía y tomando notas para este relato. Beso en la plaza del Hotel de Ville (1950).

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