Ay, Pepe

Regresando en el Alvia desde Madrid, asistí a una anécdota muy curiosa. El tren arrancó para sorpresa de una mujer de unos 70 años –media melena rubia teñida y una blusa a manchas grises y negras– que empezó a echar de menos a su esposo, a quien le había ordenado traer un café. Esta, sorprendida, no pudo sino reprenderle por teléfono. Después llamó a su hijo y a una hermana para contárselo con cierta sorna, puede que nerviosa. Durante el viaje no hizo otra cosa que chatear por el móvil. De su marido, solo sé que se llamaba Pepe.

Ay, Pepe, quién te mandaría ir a por un café a falta de diez minutos de que el tren arrancase, quién se olvidaría de anunciarte que no era necesario regresar a la estación, que en el coche 2 había una máquina y que con ese mejunje aguado me hubiera sido suficiente (bueno, te habría echado la bronca igual, pero me lo habría bebido). Ay, Pepe, con lo que yo te quiero. Y encima cargabas con mi abrigo. Con el frío que hará en Salamanca cuando lleguemos, que dicen que la niebla no ha levantado. Ay, Pepe, date prisa, anda, y coge un Autores, y dile que acelere, que has dejado abandonada a tu mujer con una fina blusa en pleno diciembre. Y sin el pintalabios. Ay, Pepe, lo que tengo que aguantar.

Ay, Pepe, quién te mandaría casarte con la Marisa, con lo bien que habrías vivido de soltero en casa de tu madre, llegando a mesa puesta y durmiendo a lo ancho de la cama de tu vieja habitación. Ay, Pepe, corre ahora a la estación de autobuses, en la otra punta de Madrid, paga un nuevo billete con tu escuálida pensión, llega una hora más tarde a Salamanca, aguanta la regañina de tu esposa por haberla dejado sin café y sin abrigo y soporta las risas de sus amigas en la próxima reunión. Ay, Pepe, si tuvieras dos cojones lo vendías y alquilabas una pensión para pasar lo que queda de puente en la capital, saliendo de chatos o viendo los museos que te has perdido sentado al otro lado de un probador. Ay, Pepe, pero si ya estás montado en el autocar, al lado de otro Pepe, qué curioso, al que le pides, por favor, que suba el gabán de su esposa a la bandeja para poder sentarte.

Ay, Pepe, qué esperabas que te depararía el mundo cuando tirabas piedras al maestro o recitabas de memoria el Padrenuestro. Ay, Pepe, qué bella te parecía Marisa cuando acudía al baile vestida con un atuendo juvenil de tela de a duro y cosido por su abuela. Y qué bien disimulabas que eras feliz cuando te anunció que tendriáis un hijo. También cuando por culpa (razón es más diplomático) de este pasabas las noches en vela antes de acudir a la fábrica. Ay, Pepe, menos mal que te queda el fútbol, aunque sean todos unos mercenarios que no cumplen con Hacienda y que salen con Marisas estupendas que, para tu fortuna, o eso piensas para que no te venza la envidia, también envían a sus maridos a por café cuando el tren está a punto de partir. Ay, Cristiano.

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